CUENTOS Y RELATOS


Cuento "Una luz que encandila"



 Integra el libro al que le da título que, lamentablemente tuvo escasa difusión debido a que se publicó
lejos de la ciudad de Buenos Aires. Quizá sea uno de mis relatos más cercanos a lo referencial, es un homenaje a quien fuera mi gran amiga, Libertad Demitrópulos.

  
Libertad Demitrópulos- 1988. Librería Liberarte- Ciudad de Buenos Aires

                                                                                           UNA LUZ QUE ENCANDILA

 

                                                                                                 A Libertad Demitrópulos

 

      En las últimas  fotos se la ve bajita, perdida entre un montón de cuerpos con rostros que miran hacia adelante, igual que a Alfonsina Storni. Pero aquí ella no está  rodeada por  señores de trajes oscuros sino por unas cuantas mujeres y otros tantos hombres con anteojos, camisas sport y el típico aire reconcentrado  que han tenido los escritores en todos los tiempos. En esas fotos no aparece el agujero que ella tenía en la garganta. La distancia y un pañuelo de seda se ocupan de ocultarlo.

    Es extraña la forma en que suceden las cosas: de buenas a primeras su poderosa voz se le había metido para adentro y aquel agujero era la evidencia. En cuanto a su estatura se podría decir lo mismo: se había ido encogiendo con una lentitud que es difícil de explicar. Las enfermedades parecen ir contra nuestra comprensión, siempre son distintas a como las imaginamos, siempre están un paso más allá de nuestro entendimiento, porque se diga lo que se diga, lo cierto es que  su enfermedad y no otra cosa fue la causa de tantas transformaciones. Ahora ella y su enfermedad ocupan un gran espacio en mi memoria, que se ha vuelto estrecha y lánguida y se precipita sin ton ni son por un túnel que sigue en otro túnel y en otro y otro. Si me dejo llevar no llego a ninguna parte. En las fotos ocurre algo parecido.  Su enfermedad  no está   y sin  embargo  aumenta su presencia sin forma sobre la planicie chata de la foto. En los últimos tiempos fue lo único que ella irradiaba e iba con ella a todas partes y no desaparecía: su enfermedad.

 Llamaba la atención  que su cuerpo hubiera soportado  tantos años con el agujero en la garganta. Algo más que su voz debió escaparse por allí. Su voz, que fue perdiendo matices y modulaciones,  terminó acostumbrándose a salir por donde no debía y así nosotros comenzamos a resignarnos a aquel cambio de proporciones, a aquella desnaturalización de las cosas. Las fotos muestran sólo una parte de aquel desvío hacia el cono de sombras, sólo una parte.

     La última vez que la vi ella integraba una escena muda. A su derecha una enfermera con una jeringa, a su izquierda aquel bucólico paisaje campestre en tonos sepias dentro de un marco dorado y, en el centro, la delgadez blanca de su cuerpo, cercenada por la abertura angosta de la puerta entornada.

  Ella solía explicarme, con esa solvencia  medio desesperada de los enfermos crónicos, desplegando pormenorizadas acotaciones y términos precisos, los caprichos del funcionamiento defectuoso de su cuerpo. Enumeraba procedimientos médicos, citaba marcas de remedios y detallaba sus posibles contraindicaciones. Aunque en el fondo, muy en el fondo de sí misma, no estaba convencida de que aquel descalabro se hubiera producido únicamente por obra de la naturaleza, ella, sin duda,  había  puesto  su  granito  de  arena.  El  corazón agrandado, la acumulación de líquidos en su cuerpo donde no correspondía y el agujero en la garganta eran el resultado de sus largas noches en vela. La noche, que había sido inventada para dormir, había perdido sus contornos y ella misma se  encargó de que eso sucediera. Claro que no fue  precisamente por culpa de la noche sino del mal uso que ella había hecho de ese espacio sin contornos, de ese agujero amorfo que se le había metido en la garganta. Eso me dijo una tarde,  ahuecando su pecho y tapándose con una mano el pañuelo de seda. Nos habíamos reunido para organizar un encuentro literario que no se realizaría nunca.

 Montones de veces fui a su casa a tomar el té. Ella hacía que alguien me llamara por teléfono. Alguien, cualquiera, una empleada que se ocupaba de la limpieza, un pariente de visita, alguna escritora que pasara por allí a visitarla, alguien con una voz clara que hablaba en su nombre. Entonces yo recibía una indicación tajante, palabras escuetas que un desconocido decía para mí agregando disculpas y saludos. Me imaginaba  un papel escrito con mi número de teléfono y unas pocas frases en estilo telegráfico cruzando el papel cuadriculado. A la tarde siguiente o unos pocos días después, yo veía sobre la mesa de su casa, un sinfín de masitas y sándwiches y la tetera del juego familiar que le pesaba en una sola mano, la que tenía libre para alzarla, la otra, por supuesto, estaba apoyada en su garganta.

   - No sólo he perdido la voz, sino una mano, como podrás ver. Esta mano debe ocuparse de socorrer a un pañuelo de seda resbaladizo. Resbaladizo - y sonreía- como la vida.

  Escucharla hablar era confundirse, había que girar la cabeza hacia todas partes para averiguar de dónde salía aquella voz que ya no era la misma que había escuchado yo por primera vez diez años atrás, cuando la conocí y ella me rescató del silencio llevándome con sus dos manos hacia el mundo.  Ahora el mundo no estaba atrás, ni adelante, ni al costado, estaba en el sitio donde  surgía su voz: en ninguna parte.

   Yo, que había perdido a mi madre en una remotísima infancia, ahora la había encontrado a ella que se había convertido en madre y madrina literaria al mismo tiempo. Por desgracia nos habíamos  conocido  justo en el momento en que su voz había sufrido el percance mayor. Pero existía otra voz intacta que no dependía de su cuerpo y era la de las mujeres de sus libros, de esos libros que habían dado la vuelta al mundo y habían sido elogiados por profesoras universitarias que hablaban lenguas apenas traducibles. Y yo siempre me figuré que las mujeres de sus libros se le parecían, que eran su réplica exacta, aunque, por supuesto,  sin el agujero en la garganta.

 Siguiéndole los pasos conocí una serie interminable de hospitales. Hospitales con luz natural, con luz artificial, hospitales para ricos, hospitales para pobres, para moribundos y para esperanzados. Su cuerpo siempre estaba allí, al final de una hilera de camas o en el fondo de una habitación, acurrucado entre una pared y la incertidumbre. Y ella siempre iba precedida por su voz socavadora y por el eco de las voces de las mujeres de sus libros y por ese clima de la noche vivida a destiempo. Su enfermedad nos hizo perseguir su cuerpo en una larga procesión por lugares desconocidos en esas horas del día en las que ella se sentía a disgusto, fuera del mundo, fuera de lugar. La noche, mientras tanto, la esperaba, esperaba el ahogo de su respiración  y sus ojos abiertos.

  A pesar del agujero en la garganta, de sus cambios de humor, del encogimiento de su cuerpo, no dejó de secretearme su vida ni de extender sobre el mantel de las cinco de la tarde sus anécdotas de escritores famosos,  bastante irreproducibles y picantes. Parecía tan sencillo explicar el lazo invisible que me unía a ella. Mi madre se había confundido con la noche cuando me explicaron que morirse era viajar al cielo y mi padre, fumador empedernido, había vivido sus últimos momentos gracias a un agujero igual al que ella tenía ahora en su garganta. De este modo mi amiga se había convertido en padre y madre para mí. Ella era capaz de reunir muchas voces en una sola. Además me llamaba por mi apellido en tren de broma  y  lo hacía fingiendo una reverencia, en reconocimiento a que yo, como ella, había escrito algunos libros, unos cuantos menos, desde ya.

  Dedicarse a escribir es un modo de vivir la vida. Ella lo había escogido antes que yo y por eso me daba consejos, con su voz ahuecada, inclinando su cuerpo aunque no fuese necesario,  para que las palabras tuvieran el valor de la confidencia y el realce de una confesión.  Sin embargo no fueron palabras escritas ni siquiera palabras pronunciadas lo más importante que hubo entre mi amiga y yo. Fue lo innecesario de usar palabras lo que inexplicablemente nos vinculó. Es muy difícil entrar en estos vericuetos. Pero me es imprescindible ahora hablar de esos lugares de los que en realidad nunca se sale. Basta como ejemplo decir que hace muchísimo tiempo en una etapa de mi vida en la que  estaba a punto de morirme, tomé una decisión y me preparé para llevarla a cabo. Entonces le puse condiciones a los hechos por venir y pedí ayuda, ayuda a no sé quién, al aire, al destino. Y allí me quedé, en medio de la tarde en la habitación sostenida por un hilo, por un hilo de nada, de aire, de sin sentido.  De repente sonó el teléfono. Era su voz:

       - ¿Estás bien? ¿Estás bien? ¿Qué te pasa?

   La voz hueca me estaba rescatando sin saberlo. Había comenzado a fundar un mito del que ella ni yo podríamos  salir jamás. Pero este episodio así, suelto, puede ser una simple coincidencia. Sólo se completa cuando yo me ubico en el extremo opuesto de los hechos y es ella la que orillea la muerte. Se trata de un largo episodio que comienza muchos meses atrás, del otro lado del mundo. Y es el siguiente:

   Estoy en la India en un sitio enorme cruzado por lenguajes indefinibles. Supongo que he ido allí a despedirme de mi madre muerta y de mi padre que no se termina de morir.  Luego de un viaje más largo, mucho más largo que cruzar el océano,  aprendo a escuchar las voces que me llegan desde aquel  otro espacio en el que a la espesura de los cuerpos se les impide andar. El recuerdo del cuerpito con su agujero en la garganta de mi amiga, la escritora, que está  allá, en el sur de la América del Sur, me enternece y me acongoja. No sé si hubo cartas, no sé si hubo llamados. Yo me encontraba rodeada de paredes blancas y andaba con vestidos que se arrastraban por el suelo y estaba aprendiendo a escuchar lo que no todos escuchan. Y el tiempo pasó, para no perder la costumbre y, considerando que no ha hecho otra cosa desde el principio de  los principios, considero que ni siquiera debería mencionarlo. El tiempo se extendió como una voz solapada entre las orillas de un continente y otro con una rapidez empedernida, espeluznante, uniendo los extremos y comprimiendo  completamente lo que existe.

     A mi regreso, mi amiga   estaba en uno de los tantos hospitales. O mejor dicho en una clínica lujosa. Su cuerpo permanecía tendido, trémulo y tendido y los que se encontraban allí se despedían de ella porque los médicos lo aconsejaron.

    -Ya no hay nada que hacer- había dicho el que más sabía.

    La frase perforó el aire y el ir y venir de las respiraciones. La frase era  un gran pozo en el que nada dejaba de caer. Avancé en medio de dos hileras de rostros conocidos. Todo era un estremecimiento que apenas sostenía el hilo de lo que quedaba por decir.

   Yo, siguiendo el consejo de los médicos, entré a despedirme. Me quedé parada a tres pasos de ella. Recuerdo que llevaba puesto un vestido largo y colorido, recuerdo el roce de la seda sobre mis tobillos y el olor a nada o a desinfectante caro que había en la habitación. No quise despedirme. Pedí que ella no se fuera, pedí que regresara y busqué un punto central dentro de mí y comencé a  murmurar los sonidos monótonos y vibrantes que había repetido hasta el cansancio en las madrugadas de la India. El cuerpo de mi amiga estaba conectado por unos cables negros a un aparato inmenso con incrustaciones cromadas y llaves de luz y colores rojos que parpadeaban  emitiendo débiles señales sincronizadas. Algo sucedió en alguna parte. Y yo lo percibí. Creo que la tela de mi vestido relampagueó o se meció suavemente. O lo quiero creer ahora. De pronto muchos timbres empezaron a sonar. Se enloquecieron las luces. La tecnología colapsó. Y en ese instante supe que el cuerpo de mi amiga iba a continuar estando sobre la tierra quién sabe por cuánto tiempo. A mis espaldas se desplegaba un gentío de guardapolvos blancos que apretaba botones y hacía girar manijas plateadas para un lado y para otro. Me echaron de allí. Gente confundida buscaba una causa en el mundo que  ordenara las cosas y trajera tranquilidad. Salí con mi cara de buena nueva a explicárselo a los demás. Nadie me creyó.

  Sólo unos meses después mi amiga iba a recordar su viaje hacia la luz que encandila y los sonidos de mi voz que la llamaron empujándola, trayéndola hacia este lado donde  reinaba la oscuridad. Ella y yo sabíamos que hemos estado desde el principio pisando esa raya finita que une dos lados invisibles. Las dos sabíamos mejor que nadie que vivir es hacer equilibrio entre dos invisibilidades.

   Después o antes, ya no  me acuerdo, le abrieron ese agujero en la garganta que le fue comiendo el cuerpo, poco a poco, hasta que no quedó más que agujero. Su poderosa voz perdió el camino de salida y se desvió de la raya. Un cuerpo que se vuelve pequeño y una voz que crece y el desajuste del orden del mundo. El resto es únicamente una suma de anécdotas y trivialidades. La despedida, la última, se produjo algunos años después, hace apenas pocos meses. Ahora me parece verla con su monedero cubierto de canutillos de colores obligando a su voz a salir por el agujero de la garganta frente a un auditorio multitudinario. Siempre la veo así, mucho más grande que ella misma agarrándome con una sola mano para traerme desde el silencio hasta este mundo donde, según dicen, algo brilla, si es que algo puede brillar en un mundo como este.

 

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Cuento"La noche inmensa"

    Este cuento no integró ningún libro individual mío, pero sí numerosas antologías, en la Argentina y en el extranjero. Originalmente se publicó en
la Revista "Puro Cuento" creada y dirigida por Mempo Giardinelli. Después formó parte de la antología de Editorial Vinciguerra "Narradores de Fin de siglo" entre otras apariciones.

en la web: http://www.ficticia.com/cuentos/iveronilnocheinmensa.html.html


Revista "Puro cuento"- Buenos Aires agosto 1988- edición impresa.

Revista "Facetas"- Colombia 2011- edición impresa.

Texto del cuento: 
                                             La noche inmensa                                             

   La luz de la tarde se había ido achicando hacia atrás y hacia abajo, como si algo muy desde el fondo se la hubiese tragado. Poco a poco y, al parecer, medio mordida por el fondo, se había aferrado a un azul, a un lila, hasta convertirse en noche.
Ahora, por fin, yo estaba en mi pieza, cerca de la ventana con las cortinas descorridas, mirando detenidamente la noche que, sin lugar a dudas, era inmensa. Nadie pero nadie me hubiera podido quitar la idea de que la noche era más grande que no sé qué. Estaba totalmente segura de que, más allá de cada uno de los cuatro lados de la ventana, la noche, con su tamaño descomunal, continuaba. Tenía la certeza de que nunca podría terminarse en los costados de aquel rectángulo porque, además, había aprendido que las cosas oscuras tienen la costumbre de confundirse con su sombra, razón por la cual la sombra acaba finalmente confundiéndose con ellas. También sabía que la sombra de la sombra se confunde con la sombra. Y así hasta el cansancio.
  De modo que, aunque pobremente reducida a un rectángulo, la noche se presentaba frente a mí y, allá adelante, al mirarla, me encontraba: en el vidrio oscurecido aparecía el reflejo de mi cara, redonda, alegre, con sus grandes ojos. De pronto, en el comedor, sonó el teléfono. Giré la cabeza. Entonces me quedé mirando el picaporte de la puerta con mucha atención. Brillaba. Era de bronce y brillaba con lujo y alarde. Yo seguía mirándolo cuando fue presionado y entró la abuela. Ella tenía los ojos enrojecidos; estuvo apoyada contra el marco de la puerta durante un rato. Luego espiró el rectángulo de la ventana y, ahí mismo, en ese preciso instante, me pareció que los ojos se le caían de la cara. Quizá se le cayeron porque bajó de repente la cabeza y ya no pude vérselos. En seguida dijo:
  -Tu mamá se fue al cielo.
  Sin levantar la cabeza, la abuela salió. La puerta, al cerrarse, produjo un ruido seco, feo. Volví a mirar la ventana. Contemplé la sombra de la sombra de la sombra de la noche mientras la chica de cara redonda y ojos grandes me miraba a mí. No era fácil entender qué había querido decirme la abuela. Y, a lo mejor, entre otras cosas, para averiguar si aún estaban los ojos en su cara, le pedí con voz bien fuerte para que me escuchara:
  -Abuela, abuela, traéme un vaso de agua. Tengo sed.
  Como la abuela no vino yo pensé que se la había tragado el fondo que había convertido la tarde en noche. O que andaría por allí, entre el desparramo de sombras, preocupadísima, buscando sus ojos.


aproximación crítica del cuento de la  Profesora Liliana Maurilli:  http://www.radiocordial.com.ar/noticia.php?noti=6478

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 Cuento "La cremación" Originalmente se publicó en la revista "Acción"- Buenos Aires abril 2013

luego en la web en dos espacios.



Texto del cuento: 

                                       LA CREMACIÓN

Después de catorce años desde aquel día del entierro, mi hermano, mi tío y yo fuimos a cremar  el cuerpo del abuelo. Que si llovía y que si no, por lo visto la lluvia era un impedimento que condenaba al abuelo a seguir bajo tierra. En el cementerio nos explicaron con claridad que no era posible exhumar un cuerpo bajo el agua.
 Debíamos  encontrarnos en la casa del tío.  Yo dejé mi cama de madrugada: Boca de lobo, la calle, faltaba bastante para que amaneciera. Al final nos reunimos los tres y salimos. La oscuridad nos acompañó durante el estirado trayecto. Y también una llovizna que para mí era apenas pasajera y para mi hermano un presagio de aguacero. De cualquier modo, seguimos adelante. Las rutas habían cambiado, ya ninguno de nosotros recordaba la forma de llegar. Nos perdimos y a esa hora no había a quién preguntarle. Volvimos hacia atrás, otra vez el mismo camino, igualmente oscuro, extraño y  ni una pista de la resplandeciente fachada que era el ingreso al cementerio. Los ojos largos hacia los costados. Nada, nada. ¿Por qué estarán tan lejos los cementerios? Tan lejos, verdaderamente. Era una lejanía también extraña.  Aquella noche preparándome para este trayecto recordé la vigilia de un viaje al extranjero, la salida de madrugada  un montón de años atrás, recordé la emoción y luego el estallido de luces del aeropuerto y el sumergirme en un vuelo que atravesó el tiempo.  Adonde debíamos llegar ahora no mediaba un océano ni la gente hablaría en otros idiomas. El espacio a franquear estaba hecho de otra clase de sustancia. Mi tío entonces se acordó de algunos hechos que vivimos hace ya mucho. Llenamos con palabras  el desconcierto o esa desorientación en medio de la nada o de la noche entera. Fuimos hacia atrás y hacia delante por  la misma línea recta, lisa y, por supuesto, oscura. Lamentablemente de la ruta remodelada y de la fachada blanca del cementerio, ni noticias. Mí tío insistía en que la recordaba así: blanca, casi luminosa. Mi  hermano no,  para él estaba cubierta con piedras marrones.  Yo no podía hablar de esa entrada, una franja descolorida ocupaba  de punta a punta el itinerario de mi memoria.  Además  la tarde del entierro yo  había tenido dolor de muelas y me apretaban los zapatos y me acordé  constantemente de mi primer día de colegio y de mi abuelo llevándome de la mano, después me soltó la mano y me puso en ella una plastilina de color verde. Mientras cerraban el cajón, el color verde de la plastilina se me mezcló con las lágrimas. Ni la más opaca imagen había en mi memoria de la dichosa  entrada al cementerio. Mi tío y mi hermano siguieron describiendo lo que en la pantalla de  sus recuerdos  se presentaba inalterable, la puerta, las piedras marrones o la fachada blanca. A lo mejor ellos  veían las cosas diferentes porque tienen los ojos claros, y yo no. Viajar de noche con neblina y llovizna  lo convertía todo en una ensoñación. A nadie le pudimos preguntar si conocía el cementerio o su fachada.  Dimos vueltas, nos perdimos y nos abrumamos como si hubiésemos estado dentro de una ilustración del Infierno de Dante. Lo cierto es que vaya a saber gracias a qué clase de milagro,  por fin llegamos. Y en ese instante respiramos tan hondo que el aire de alrededor se estremeció. Entonces nos quedamos afuera mirando un interior completamente penumbroso,  poco se podía distinguir luego de esa fachada que no era blanca ni estaba cubierta con piedras marrones. No había timbre ni garita ni nadie que nos atendiera. Les advertí a mi tío y a mi hermano que los datos eran precisos, le había preguntado  con insistencia por la hora y el lugar a  la mujer  que me atendió por teléfono.  Su voz gangosa vino una y otra vez a mí, repasé la conversación hasta el cansancio.  Le  había hablado a la mujer de los cien años del abuelo, de la prolongada viudez de mi abuela, de esa manera  confianzuda que tiene nuestra familia para utilizar el tiempo. Estuve atenta, pensé.  Sí, y lo  seguía estando. Debíamos llegar antes de que abriera el cementerio porque   la gente que viniera a visitar a sus muertos iba a  detestar el espectáculo de un agujero en la tierra o de hombres  sacando lo que quedaba de un cajón después de tantos años,  aplicadamente repasé las instrucciones recibidas. Ahora yo miraba, hurgaba con los ojos detrás de las rejas del cementerio cerrado. Ni una pálida silueta humana se  percibía por allí. Desde adentro del coche, nosotros tres manteníamos los ojos  bien abiertos  contemplando aquella densidad indefinida que estaba del otro lado de la imprecisa fachada.
      Supe que hacía mucho frío bajo la llovizna cuando salí a corroborar que la  altísima reja estaba cerrada. Miré  y miré, los alrededores  eran una continuación de eso que no podíamos ver. Ni cielo parecía existir  sobre nosotros, la llovizna provenía de  quién sabe dónde  e impregnaba mi ropa. Pensé en el  engorroso  viaje, en las idas y venidas, en los catorce años transcurridos desde aquella  tarde de dolor de muelas y zapatos apretados, en aquel día, único, en el que enterramos a mi abuelo y de repente me puse furiosa. Empecé a golpear la puerta de hierro, a zamarrearla con todas mis fuerzas. Pero nada ni nadie se hicieron presentes y no tuve más remedio que volver al coche. En el coche  de nuevo las palabras vinieron a apaciguarnos. ¿Irnos? No, no nos íbamos a ir.  Sin pensarlo demasiado salí  del coche enojada, empecé a trepar por la reja y hablé a los gritos. Hablé para nadie. Así un rato  interminable hasta que  desde un fondo absolutamente borroso fue  surgiendo el contorno del cuerpo de un hombre que, no bien se aproximó a la reja, habló de  la llovizna.
   -Con esta llovizna –dijo- qué pretenden.
    La cara gruesa del otro lado de las rejas moviendo la mano aludiendo a la lluvia como quien anuncia un cataclismo.
    -La tierra va a estar húmeda. Usted ya sabe- insistió.
   ¿Y qué iba a saber yo? Me di vuelta y vi el rostro desencajado de mi tío. Mi hermano, alzándose de hombros. Al final, palabra va, palabra viene,  el hombre nos indicó con resignación otro portón de acceso. Y nos dejó pasar. Dos puertas se abrieron solas  impulsadas por un misterioso mecanismo.  Sí, entramos por fin.  El coche masticó el pedregullo debajo de nosotros y adelante, una nebulosa que daban ganas de esparcir con las manos ocupó el primer plano. No quise pensar que era de noche y que el cementerio nos esperaba. No pensé en nada. Entramos y alguien vino a preguntarnos si queríamos llevarnos la lápida. Yo fui la única que dijo que sí. Horas después  contemplé el nombre de mi abuelo tallado en negro con las dos fechas sobre un granito gris. Una extensión minúscula entra las dos, apenas un guión. Esperamos en el coche. No alcanzamos a ver el humo, ese hilo que supuse blanco yendo hacia arriba convirtiendo lo que antes fue el cuerpo de mi abuelo en aire, en puro aire. Y nos pusimos a hablar confiadísimos en que las palabras iban a socorrernos del infortunio de  la espera. De  pronto casi al mismo tiempo los tres dijimos lo mismo: Queríamos que  nos cremaran enseguida, nada de entierro.  Hablábamos por supuesto del futuro día de nuestra muerte.   Al ratito de estar muertos pretendíamos ipso  facto una cremación fulminante. Después hicimos un silencio bastante largo. Y después más silencio, como si le diéramos tiempo al Universo para que tomara nota de lo dicho.
 Tardó en amanecer, ya para entonces el mismo hombre que había arrastrado la lápida  vino a las cansadas trayendo un pequeño recipiente. Eso fue todo.   Entre las ráfagas de claridad que se colaban de árbol en árbol, inesperadamente   comenzaron a desfilar grupos de personas con sus muertos,  hileras de autos negros, flores que relucían en la misma llovizna que antes se desplazó en  el interior de la noche.

    Durante el viaje de regreso bromeamos sobre las uñas sucias  del hombre que trajo la lápida, sobre mi cuerpo alto subido a la reja  y mis  gritos,  sobre la manera de hablar de quien nos mostró  primero su cara del otro lado de la reja. Muchas palabras, muchas,  asistiendo algo que había quedado fuera del aire, ese aire lluvioso que respiramos hasta que llegamos a casa.

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Fragmento de la novela "El camino de los viajeros"- Suplemento ·Señales del diario
La Capital  de Rosario. enero 2013



  El texto del artículo:       
  
Descartadas vastas zonas del país, las futuras elecciones de rumbos  donde viajar iban a llevarnos a algunas discusiones. Marcos, como quien no quiere la cosa y sin  lograr disimular sus ganas, iba a permitir que el dedo índice cruzara la frontera -que en el mapa estaba marcada por una línea perfecta de guiones negros y puntos- avanzando peligrosamente hacia la palabra “Brasil”. Entonces yo movería la cabeza deseando que su dedo se hundiera aunque más no fuese en el mar. Para mí el Brasil era un sitio donde estallaban los colores, donde las mujeres andaban casi desnudas y los cuerpos se movían sensualmente y el agua dominaba el aire y todo se balanceaba al son de la vida. El Brasil era un lugar imposible.
   A veces cruzábamos a comer carne que nos ofrecía un hombre sonriente tendiéndonos una larguísima vara de metal, la carne echaba sus jugos y el olor de las frutas se descomponía sobre nuestra mesa. Y después comprábamos remeras de algodón, helados, adornos prescindibles, baratijas, mientras los ojos de Marcos se desbandaban hacia todas partes persiguiendo mujeres. Aunque por lo general el Brasil venía hasta nosotros continuamente en el pueblo mismo, desde un costado, a caballo de un lenguaje a medio camino entre lo conocido y lo desconocido, plagado de frases sustentadas por gestos y señas. Cruzar al Brasil equivalía a entrar en otra dimensión, desde allí nos acechaban los payé y las macumbas y hasta las víboras que se nos metían en el patio  venían seguramente de ese lado. La vida inquietante que yo percibía en el Brasil me desmoronaba las pequeñas y rudimentarias certezas en las que se bamboleaba peligrosamente mi propia vida. Algo estallaba y palpitaba de un modo continuo, y eso me exasperaba. Hubiese preferido no cruzar nunca, quedarme de este lado, permanecer maniatada en la fina raya. A lo mejor el Brasil era el centro del mundo o el final del viaje. Sea como fuere, me resultaba un lugar ajeno.
       Ir al Paraguay era distinto. Yo, al menos, en Asunción me creía a salvo. Me sentía como volviendo a la infancia. Todo llegaba hasta mí plácidamente, ni siquiera la gente alzaba la voz. Esta mansedumbre de los paraguayos no se debía a los muchos años de dictadura ni a que hubieran matado o encarcelado a los chillones como decía Marcos, la cadencia del guaraní había fundado un estilo acompasado de vivir. Me gustaban los mercados, sus olores y las calles con árboles. Todo me gustaba. Y juro que la política nada tenía que ver con eso. Marcos, por supuesto, no estaba de acuerdo conmigo. Me acusaba de tener el alma colonizada. Y creo que en el fondo él optaba por el Brasil y yo por el Paraguay para cultivar el mismo empecinamiento con que nos enfrentábamos en nuestra clásica discusión sobre Sartre y la ocupación alemana.
     Aunque de todos los lugares posibles de ser recorridos, la ciudad de Buenos Aires me importaba más que ninguno. Hubiera sido tan sencillo tomar un micro y aparecer nuevamente bajo las luces de las grandes avenidas. Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, la enorme ciudad se me volvía cada vez más inaccesible, aun sabiendo que mi departamento vacío estaba allí, con su cama vacía y la vieja máquina de escribir sobre el escritorio. En mi memoria Buenos Aires crecía igual que un globo de gas que iba a estallar de un momento a otro. Buenos Aires no surgía dentro de mí como una ciudad sino como una inmensa explosión de luces que lastimaba los ojos de la gente y hasta los ojos de la memoria. Me resultaba imposible entonces regresar. Buenos Aires no era un lugar sino un planeta en erupción.

       A veces pienso que viajábamos no para escapar de esos días chatos ni para vivir en la transitoriedad sino porque sinceramente creíamos que existía el final del camino. O al menos una parte de nosotros conservaba la ilusión de que sobre esta tierra había un lugar que equivalía al Paraíso. Es factible que alguna memoria ancestral nos empujara a emprender ese trayecto hacia la cuenca vacía, hacia ese sitio sin nombre que buscábamos afanosamente cuando mirábamos un mapa. Los puntos rojos de las ciudades no nos llamaban la atención ni nos incitaban a mirar por detrás queriendo averiguar si, en el reverso o más allá del reverso, se replegaba ese final que adivinábamos de una manera confusa.    
    Entonces desplegar el mapa indicaba el principio de la búsqueda de un tesoro. Y las islas perdidas eran un punto infinitesimal, tan liliputiense que nuestros ojos ávidos sólo descubrirían luego de trasladar el esquema del mapa al escenario del mundo.
   Ese pasaje obligado de descifrar primero un mapa para después constatar su veracidad llevando el cuerpo por el mundo, me retrotrajo en varias ocasiones al pizarrón negro de la escuela secundaria. Las fórmulas algebraicas eran ininteligibles, pero la monja, que se había recibido con honores de profesora de matemáticas en Italia, insistía en su futura aplicación y nos juraba y perjuraba su incuestionable practicidad. Alguna vez nos había dicho que esas equis y esas íes griegas seguidas de tanto número absurdo bastaban para medir el tamaño de una montaña. Me costaba aceptar aquello, en el fondo nunca le creí a la monja, que terminó regresando a Italia porque una carraspera fue seguida por una intensa tos y luego por una  neumonía. En el fondo yo pensé que era un castigo por decir tantas mentiras. La misma perplejidad sentía yo cuando, no bien llegábamos a algún sitio, Marcos, sonriente, desplegaba una vez más el ajado mapa y señalaba con su dedo aquel intento de restringir el mundo a la chatura geométrica, a un declive de líneas celestes y ondulantes o a una cantidad de puntos rojos. Repentinamente me acordaba de la monja y la imaginaba en un monasterio tosiendo y tosiendo, penosamente, sin cesar.
       En el extremo superior derecho, el ajado mapa que Marcos desplegaba y plegaba como las velas de un barco, tenía el dibujo de una veleta. Los cuatro puntos cardinales eran cuatro extremos que nos hundían en la angustia. Hacia dónde ir. ¿Hacia el calor?, ¿hacia el frío?, ¿hacia el océano o la selva? La línea firme que separaba una nación de otra me despertaba temblores. Los guiones que marcaban el final y el principio de una provincia me retrotraían a las conocidas entonaciones y a los chistes del lugar. Jamás podía pensar en un árbol, en un clima o en un paisaje.
    Tantas veces sentí lo mismo que tuve que aceptar que allí estaba mi sello de la ciudad. Veía sólo construcciones, espacios demarcados, fechas y nombres. Nada que estuviese vivo se adelantaba en mí al contemplar el mapa. Todo era cultura ante mis ojos anticipados, no adivinaba ni siquiera lejanamente a la naturaleza. Así que se me ocurrió especular que tal vez eso me impedía ver el monte como era en realidad: un espacio entregado enteramente a las leyes de lo natural. Quizá la prueba o el desafío mayor había sido tener que entreverarme en ese código inusitado. También –no era nada improbable- mi rechazo el agua explicaba mis incomprensiones. Una vez uno de los hombres que solíamos levantar en la ruta, un buceador submarino, nos aseguró con un tono de voz sentenciosa, que la gente que rehúye el agua es gente que no ama la vida. De más está decir que no volví a dirigirle la palabra en todo el viaje, y sólo lo hice en el momento en que descendió del coche y nada más que para indicarle que cerrara bien la puerta.

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  El cuento  "Papá soñaba con hacer la guerra"- 




















                     

  De mi padre sólo sé que pasó su vida preparándose para hacer la guerra. Todos los días, todas las mañanas, no bien se despertaba, empezaba a limpiar su revólver. Y lo hacía con lentitud, lo acariciaba despacio, muy despacio, hasta se diría con cierta sensualidad. Los ojos un poco bizcos, los dedos ágiles y una atención excesiva. Yo me figuraba que al final sus dedos debían quedar muy pero muy fríos. Lo imaginaba en el borde de la cama, con su revólver, dejándose estar, suave, calculadoramente, a esa hora en la que únicamente la luz de la lamparita eléctrica iluminaba la habitación, donde mamá dormía con los párpados hinchados. Y arriba, el cielo raso. Abajo, el piso cubierto con capas y capas de cera, brillando casi tanto como la hendija de la luz que horas más tarde tajeaba las persianas.
Se decía que papá estaba más preparado que nadie para este asunto de guerrear. La verdad es que él se esforzó mucho, siempre, en sus preparativos. Era capaz, incluso, de predecir acontecimientos, gracias al mapa del mundo que había colgado entre el almanaque y la hornalla de la cocina. Lo llenaba de chinches puntudas con banderines multicolores, que eran signos evidentes de avance o retroceso.
No está de más decir que papá hablaba muy poco de este asunto, aunque, por cierto, no era necesario: su vida entera giraba alrededor de aquel revólver como en torno a un eje. Sus ojos conocían de memoria el camino de las chinches con las banderitas que, en el mapa del mundo, interrumpían ríos, oscuras cadenas de montañas o la orilla delicada de los océanos.
Pero la guerra no llegaba. Llegaban, sí, rumores confusos, que quedaban vibrando en las bocas por donde iban y venían o en algunas páginas del diario con las que, tarde o temprano, mamá terminaba empapelando el tacho de basura.
Lógico es suponer que en ínterin el tiempo desparramó su harina y que mi padre trajinó por campos gastados, amarillentos, adentro de esos enormes bichos de metal. Me lo imagino acurrucado, hecho un ovillo, fumando uno de aquellos inaguantables cigarrillos negros, como Jonás en el vientre de la ballena, como tragado por un dinosaurio o de regreso, nuevamente, en la panza de la abuela.
Alguien dijo que papá soñaba la guerra igual que una jornada de fuegos artificiales, una fiesta muy importante, sin final feliz, con cuerpos humanos que danzaban camino al cielo. También se rumoreó que, en alguna ocasión, hubo un amago tan contundente que vieron a mi padre en la vereda con gesto desconocido, gallardo, desafiante, más atento que nunca, con los ojos mirando muy lejos. Mientras tanto el tiempo se iba deslizando igual que aire y pasó, pasó, pasó hasta desaparecer por un resquicio o por una grieta inimaginable.
Lo cierto es que a papá jamás nadie lo vio declinar en su espera. No olvidó limpiar su revólver cada mañana con la misma parsimonia con que mamá se retocaba el maquillaje de sus párpados. Ni tampoco dejó de curiosear el dichoso mapa atravesado por chinches y banderas. Entre tanto pasaron muchas cosas: pasaron de moda algunos que otros bailes y sus melodías, mi persona llegó al mundo en una tarde lluviosa y se quedó arrinconada en la casa de alguna tía, un hombre del hemisferio norte pisó la luna, crecieron y bajaron las mareas, se hizo más grande el agujero de la capa de ozono y se llenó de murciélagos el árbol de la vereda de enfrente.
Sé que los párpados de mi madre se fueron pareciendo cada día más a la piel de las tortugas y que el revólver de mi padre gastó pólvora en chimangos y que las banderitas adheridas con las chinches describieron infinidad de figuras con contornos que hasta llegaron a ser muy armoniosos. Y que el tiempo se escurría, blanco, y que se desbordaba como la leche cuando, sobre la hornalla, hierve a todo vapor.
No tengo dudas de que al pintar sus párpados mamá acostumbraba tener el mismo gesto que solía tener mi padre cada vez que se acercaba al mapa del mundo, como quien va a controlar algo que ya conoce demasiado. Tampoco tengo dudas de que todo fue muy lento para algunos y desmesuradamente veloz para papá.
Una noche entraron en casa muchos hombres dando gritos. Grandes alaridos. Papá venía con ellos. Que dejara lo que estaba haciendo, le ordenó a mamá, porque en la guerra no se hace nada. Entonces mamá primero se demaquilló los párpados y después se fue corriendo a buscar aquellos pesados borceguíes, el casco, la chaqueta y el pantalón. Cuando mamá quiso tomarlos, una bandada de polillas escapó volando, se alzó, violenta, desde la ropa gastada, subió, se arremolinó y sobrevoló la cabeza canosa de mi padre. Y el almanaque se deshojó una y otra vez, se deshizo, se convirtió en finísimo polvillo, se pulverizó delante de los ojos de mi padre, que buscaba encontrar los números y las letras con sus días y sus meses, inútilmente. Así quedó papá durante varias horas, estático, mirando el almanaque con la cara de quien contempla un campo seco o bombardeado o una vieja foto de su adolescencia.
Hay quienes afirman que entonces la tierra se abrió, que se partió en dos mitades y los ríos salieron de su cauce. Que hubo terremotos, se dijo también. Sin embargo mamá sostiene lo contrario. Nada pudo pasar, nada había pasado. Sólo tiempo, tiempo tras tiempo, porque aquel día el patio se llenó como siempre de gorriones, los murciélagos del árbol de la vereda de enfrente continuaron allí y en la radio anunciaron que la temperatura iba a ser alta aunque soplaría un poco de viento.
De todos modos mamá asegura que aquella noche papá tuvo un sueño. En aquel sueño yo aparecía caminando desde el fondo de la casa, descalza, vestida de blanco y de pronto volaba o me deshacía en el aire. Lentamente el aire de la casa se volvía blanco. Y llegaba la noche y mi padre se despertaba y allí está todavía caminando por el patio. Entre las paredes blancas el cielo hondo lo está llamando. Mi madre lo mira dar vueltas y vueltas con la cabeza echada hacia atrás; le dice con voz muy baja, casi con miedo:
-Es hora de dormir.
Como mi padre ya está bastante sordo entiende que es hora de morir. Por eso no baja la cabeza, no quiere dejar de mirar la danza titilante de las estrellas. Se me ocurre que, observado desde arriba, papá ha debido parecer un pequeño punto blanco encerrado en un cuadrado que, siguiendo la ley primordial del Universo, da vueltas o gira, gira, gira.
                                                           (integra el libro "La escalera del patio gris")
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Tres niñas fuera de casa, publicado originalmente en "Una foto de Einstein tocando el violín" fue reproducido en distintos medios

Tres niñas fuera de casa

Por Irma Verolín
Siempre se reunían a charlar a esa hora. Era la mejor hora del día, la más sugestiva, la de la siesta. Nadie andaba por allí, no se oían  retos ni rezongos, sólo respiraciones más hondas, algún quejido inexplicable que se escapaba de las piezas donde,
si la gente no dormía, lo disimulaba y hasta creía que estaba hundida en el sueño a pesar de tener los ojos abiertos. El mundo se había aplacado soberbiamente como si le hubiesen echado una pesada manta encima. A las niñas les gustaba estar juntas,  aunque no  tuvieran nada que hacer,  aunque no se les ocurriera un juego para pasar el tiempo. Estar juntas ya era suficiente.
La galería ancha se extendía al costado de la casa, era un remanso y ahí se quedaban, una al lado de la otra, las tres. A veces intercambiaban figuritas, escribían historias o copiaban versos que usaban palabras difíciles de esas que nadie sacaba a relucir en las conversaciones, al menos en  aquella casa de la galería ancha.
El verano acababa de comenzar y ellas sabían que por lo menos durante la siesta el orden del mundo quedaba relegado. Se acurrucaban una junto a la otra, bien pegaditas, bajo la espesa colcha tejida,  cobijadas ante cualquier amenaza.  Las voces de la gente grande que desde la mañana deambulaban por la casa se habían ido vaya a saber dónde y no necesitaban volver a escucharlas. Todo estaba bien así y, allá lejos, del otro lado de las ligustrinas, el  tranquilo pueblo tampoco tenía nada que decir. Las horas se volvían blandas, sigilosas y hasta el menor cuchicheo se transformaba en un espectáculo secreto. En algunas ocasiones dejaban la galería y se iban al  jardín del fondo con un palito a desenterrar lombrices para verlas moverse: oscuras las lombrices sobre la tierra oscura. Pero los ojos de las niñas podían separar lo uno de lo otro y entretenerse. Por lo general se quedaban por acá o por allá, en el jardín de adelante, en el fondo o en la galería.  Preferían evitar el interior de la casa donde las respiraciones de los que dormían o simulaban hacerlo se iban haciendo cada vez más profundas, igual que un trueno en mitad de la tormenta que surge con violencia y no se sabe de dónde ha surgido.
Una siesta el calor se  volvió muy intenso. Parecía que la calle, tan silenciosa e iluminada, las estaba llamando.  Entre risas las tres niñas se fueron  arrimando hasta el portón de entrada y, en un gesto cómplice,  soltaron la tranca y salieron, así, sencillamente, sin dejar una nota, sin despertar a nadie ni dar explicaciones, salieron. ¿Qué problema podía haber? En el pueblo  quien más quien menos se conocía,  desde muy chicas habían escuchado decir eso continuamente, ellas tan atentas a lo que la gente grande hablaba. Cruzaron calles de tierra, se resguardaron bajo un algarrobo y siguieron avanzando entre el sopor y ese aire frágil, cálido que les rozaba las mejillas. Escaso es lo que había para hacer en  aquel pueblo, especialmente en  ese momento del día. Entonces, desde lo más lejos del paisaje, se percibió un remolino blancuzco que fue creciendo y acercándose. Luego, poco a poco, entre el tumulto de aire y tierra  que se alzaba, las niñas distinguieron un coche. Era un coche grande, lustroso a pesar de la polvareda. La puerta se abrió produciendo un sonido compacto y metálico. Una voz amable surgió desde  el interior acolchado, una voz que las invitaba a subir. Nadie vio cuando las tres niñas entraron en el coche. Es más, nadie dice haber identificado un coche con tales características andando por allí y a esas horas. Pero se habló del coche cuando después, al anochecer,  ninguna persona pudo localizar a las tres niñas. Se habló del coche y también de alguien que creyó reconocerlas a la orilla del río. Otros  dijeron haberlas visto juntando moras  en las afueras del pueblo. Tampoco faltaron los que aseguraban que estuvieron un largo tiempo bajo aquel algarrobo,  tendidas sobre el pasto, en silencio. Con el correr de los días se dijo de todo un poco. Hubo quienes creyeron verlas  acompañadas por un grupo de gitanos en dirección al sur. Alguien susurró que había soñado que  las vio muertas en el  recodo del río y estaban los que no dudaron en acusar al circo que anda buscando chicas lindas que bailen en sus funciones. A medida que el tiempo fue transcurriendo se dijeron muchas otras cosas más. Que alguien las vio en un prostíbulo en la Patagonia o en otro, muy cerca  de la frontera con el Brasil. También dicen que las  sorprendieron comiendo helados en el centro comercial más grande de la capital de la provincia. Fueron unos cuantos los que insistieron en que fueron subidas a un barco que atravesó el océano. Lo cierto es que  en la mayoría de las historias, distintas entre sí, descabelladas a veces, inexplicables otras, las tres niñas  aparecían juntas, siempre muy juntas. El escenario del mundo ya no alcanzaba para el montón de historias que la gente del pueblo   siguió contando a través de los años y del misterio. Y, lógicamente, con el paso de los años, el misterio fue creciendo, como  sin duda crecieron los cuerpos de esas niñas que, seguro, ya no serán niñas y que estarán vaya a saber en qué sitio con expresiones  distintas en sus rostros y el cansancio en sus pies de tanto ir y venir por aquí y por allá en la imaginación de la gente  que, por cierto, es un lugar demasiado grande para vagabundear sin descanso.

Del libro Una foto de Einstein tocando el violín. Ediciones EM, Buenos Aires 2012. (Primer premio IX Concurso Nacional Macedonio Fernández).


Fuente:http://www.calleb.cult.cu/index.php/alas-de-colibri/599-obra-literaria-de-irma-verolin/2410-tres-ninas-fuera-de-casa


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                                                            EL TREN

     Los trenes no deberían atravesar las ciudades,  son demasiado pesados y hacen un ruido infernal  que se inmiscuye por las ventanas de las casas cercanas y tijeretea el aire  hasta volverlo candente. El aire se trastorna  cuando pasa un tren haciendo temblar las barreras de  los cruces que siguen siendo peligrosos aunque un guardabarrera esté allí, noche y día, con su banderita roja, con su banderita verde.
       Las ciudades fueron inventadas para celebrarse a sí mismas, para orbitar alrededor de su propio eje, los trenes no, los trenes   nacieron para escapar de las ciudades, dos líneas paralelas hacia los extremos, dos extendidos ramales de color plateado que doblan aquí y allá y que la gente que vive en las ciudades no  es capaz de recorrer con sus ojos mientras espera que el tren termine su trayecto    para que así, de una buena vez, la ciudad vuelva a ser entera y única como corresponde, como se espera de ella. Los trenes dividen a las ciudades en una cantidad de partes que la desmiembran y la vuelven frágil, que  la  fuerzan a perder su voluntad de ser lo que son, ciudades con todo lo que la palabra implica. Por más excusas o merodeos que se den hay que  admitir que los trenes  no hacen otra cosa que carcomer el poder de las ciudades. Y nadie puede evitarlo. Menos que menos los guardabarreras que, al fin de cuentas, son hombres que  realizan de la mejor forma en que pueden su paciente trabajo. Podría pensarse que todos los guardabarreras se parecen y tal vez sea verdad, los que no tienen semejanza entre sí son los  pasos a nivel donde la gente  debe esperar que el tren despliegue su fuerza. Y de entre todos, el más diferente era ese que la muchacha debía utilizar de ida por la mañana y de regreso al atardecer. Quizá se veía diferente por los árboles que estaban  a los costados, por el color de las barreras de madera, por el aspecto de las casas de ese barrio, ya de por sí extraño y en especial por el hombre que  se dedicaba a vigilar el paso de los trenes, un empleado del que  casi nada se sabía en el barrio, un hombre de edad incierta, un hombre a secas.
      La  muchacha a veces lo miraba cuando él extendía la banderita  verde y ella tenía  que esperar, no era conveniente adelantarse, el tren viene con violencia y es difícil  predecir el tiempo que va a tardar en acercarse,  cualquier persona puede suponer que sus  propios pasos son  ligeros,  si piensa eso, seguro se equivoca. Un tren es un tren y está conducido por un hombre que, por más que quisiera pararlo si un cuerpo se cruzara en el camino o un coche se atascara entre las vías,  no logrará hacerlo, nunca: la potencia de la velocidad es más fuerte que la decisión de cualquiera.  Los trenes al pasar sólo son torbellinos, ningún detalle queda en la memoria, nada para la persona que del otro lado de la barrera  desee mirarlo. Sólo rapidez, calor y ruido. Eso dejan los trenes en el aire, un aire estremecido que  por una ancha franja de tiempo permanece vulnerado.  Nada, ni  siquiera el aire,  vuelve a ser el de antes después del paso del tren. Los cuerpos de  quienes pretenden cruzar al otro lado vibran, se encrespan, pierden las nociones básicas, su memoria se convulsiona. Ha sucedido lo que  debía suceder, el tren ya se perdió allá, que es un adelante empedernido para el tren y sin embargo pareciera que una ráfaga invisible quedó pendiendo de una cuerda frágil, una ráfaga que ya no se irá más. Después, mansamente, la gente cruza, hacia un lado y hacia el otro. La banderita verde ha quedado plegada entre los dedos del guardabarrera y la ciudad se explaya, se redondea por un rato nada más, hasta que vuelva  a pasar el  próximo tren.
    A esa sensación de ráfaga que quedaba flotando en el aire no bien  la locomotora y su seguidilla de vagones habían pasado, la muchacha estaba muy acostumbrada, vivir  tan cerca del paso nivel fue desde el principio una oportunidad  que le permitió habituarse. Desde la cocina de su casa podía oírse primero el silbato que anunciaba la  cercanía del tren y después ese  inmenso desacuerdo que  trastornaba el aire. Sin embargo no era lo mismo estar ahí, apenas a unos centímetros, percibiendo el rugido, la voracidad de la máquina y enseguida ese deslizamiento que la velocidad convertía en una suerte de desaparición inmediata. Pero los trenes no desaparecían, eran lo único que  dentro de la ciudad   se podía anticipar verdaderamente. La  muchacha caminaba unos cuantos pasos desde la puerta de su casa ubicada a en una esquina, lo cierto es que muy pocas veces encontraba la barrera en alto, por alguna misteriosa razón tenía que esperar frente a la barrera baja,  al lado del  hombre que extendía su banderita verde señalando el pase libre al maquinista del tren. Entonces el movimiento de la banderita movilizaba el aire convirtiéndose en un preludio del gran desbarajuste que el tren iba a hacer al deslizarse delante de ella hasta desvanecerse mágicamente. La desaparición en este caso se  hacía más impactante, porque justamente a  escasos metros de la barrera las vías se torcían en una pronunciada curva.  Por este y otros motivos, la  muchacha nunca   logró entender por qué las madres sacaban a sus hijos a la calle para ver el paso del tren como un divertimento o distracción. Ella, lamentablemente, estaba obligada a verlo, no tenía  una opción menos turbulenta. Su trabajo quedaba al otro lado, de manera que por lo menos dos veces por día el tren y la muchacha tenían que encontrarse. Y aunque ella sabía que eran muchos trenes, todos a distintos horarios, siempre sintió que se trataba del mismo tren como si eso que ocurría a pocos metros de su casa fuese un hecho fantasmal o extraordinario.
   Si bien  no se alcanzaba a distinguir qué había detrás de las ventanillas, quien más quien menos sabía que eran pasajeros. La  muchacha solía imaginarse durante aquel lapso increíblemente fugaz a mujeres de rostros  demacrados y hombres de portafolios, algunos de pie, con los cuerpos apretujados unos contra otros. Un pantallazo de imágenes tan breves,  casi un abrir y cerrar de ojos.
De tanto en tanto pasaba un tren diferente, un tren de carga,  notablemente lento e interminable.  Tenía vagones sin techo con cajas de metal a la vista o rollos laminados que parecían sólidos y de un peso fenomenal.  Fue en una de esas ocasiones que la muchacha se dio cuenta de que con el paso del tren, del otro, del que apenas se podía distinguirse su silueta en medio del batifondo y del aura fantasmal, nunca le había prestado atención al guardabarrera, que ahora le estaba haciendo una sonrisa amigable mientras enrollaba la banderita verde.
-Largo ¿vio?- dijo el guardabarrera queriendo entrar en conversación.
 Ella asintió con la cabeza sin sonreír completamente pero  esbozando un gesto de simpatía. Se ve que el gesto le dio ánimos al guardabarrera que sumó un comentario:
- Y… cuando pasa este tren de carga, hay que aguantarse, yo la hubiera dejado  cruzar, pero ¿vio? ya estaba casi encima…
-Claro, claro, es mejor así.- dijo la muchacha.
Qué raro resultó el movimiento lento y monótono. El tiempo mismo se recompuso a regañadientes  en aquel   sitio  perturbado tan próximo al paso a nivel. La muchacha se preguntó qué sentiría  ella después cuando de nuevo el tren de costumbre arreciara frente a sus ojos, si sería  igual que antes, si añoraría este andar lento que le apaciguaba el ánimo. Daba la sensación de que los vagones no terminarían jamás, la curva no le permitía a la  muchacha ver el último de todos. El guardabarrera, señalando una de las cajas que iban apoyadas, con un tono entre orgulloso y tímido, dijo:
           -Van  al puerto.
 A la muchacha la palabra “puerto” dicha en ese momento y en ese lugar le sonó exótica y también triste, quizá por la lejana idea del mar, por los barcos que dan la impresión de rozar un horizonte, vaya a saber. Desde aquel día, la muchacha y el guardabarrera comenzaron a saludarse. El hombre decía buenos días o buenas tardes moviendo los brazos  e inclinando la cara exageradamente. La  muchacha también saludaba  entre disimulos y bajando los ojos,  aunque con la voz nítida, esa voz de telefonista que había sido adiestrada para que la entendiera cualquiera. Además de saludarla, el guardabarrera buscaba entrar en conversación con  ella  durante el breve espacio  que tardaba el tren al pasar,  mientras bamboleaba la banderita verde  despeinando a quien estuviera cerca. Poco alcanzaba a decirle.  Las frases eran cortas y por lo general protocolares. Qué buen tiempo hace. Parece que va a llover. Noto que hoy anda apurada. Y  comentarios así. Ella  a veces respondía con palabras y otras con algún gesto, un asentimiento con la cabeza, una sonrisa, un entre dientes, hasta que una tarde, de regreso,  la muchacha dijo una oración bastante  extensa que a él lo emocionó, incluso ella se paró a un costado de la casilla, lo que no era necesario porque las barreras estaban levantadas. Esa tarde el hombre se puso realmente contento y se animó a ofrecerle un mate.  Le resultó bastante incómodo a  la muchacha a decir verdad. Ella notó que desde la puerta del costado hasta el sitio donde el hombre estaba  parado había un trecho  considerable y no  llegó a imaginarse si el hombre iba a caminar con el mate en la mano  para llegar a ella o si era ella la que debía aventurarse a meterse en la casilla. La muchacha movió la cabeza diciendo no, aún así la alegría del guardabarrera siguió estampada en su cara.
  A medida que  transcurrieron los días, cada cruce de la muchacha  fue una oportunidad de acercamiento que el guardabarrera no desaprovechó. Los trenes al pasar se parecían a relampagueos del tiempo que iban abriendo brechas en alguna parte y, sin querer,  propiciaron un encuentro entre el hombre y ella. Quizá más adelante la reiteración de saludos lograría  estrechar esos lazos enclenques, permitiéndoles una proximidad más real, más prolongada.  A veces  la muchacha se preguntaba cómo era vivir metido en un lugar  tan estrecho y solitario, otras, se le daba por pensar que qué tendría en la cabeza el guardabarrera de tanto estar ahí, sometido a la ráfaga, al ruido, a lo instantáneo del acontecimiento: el paso repetido, renovado, casi único del tren. Para ella era significativo ese  estremecimiento al final y al inicio del día. Pero ¿y para él? Tuvo ganas de preguntárselo.  No se atrevió, sintió que podía resultar atrevida, confianzuda, además la situación se reducía  sólo a un saludo y cuando había que esperar que el tren pasara, lo culminante y lo breve tampoco le daban pie a hacer ninguna clase de preguntas. En esos momentos, el guardabarrera la miraba mientras ella  ingresaba en el vértigo, en la nada, eso que apenas era un  estruendoso punto brillante, hecho que la curva pronunciada terminaba por consolidar.
 En los días de lluvia el intercambio de saludos entre la muchacha y el guardabarrera se volvía  bastante engorroso. La muchacha, casi oculta bajo el paraguas, el hombre  engullido por un impermeable que le suministraba la municipalidad del mismo color con que habían sido pintadas las barreras, un piloto largo y holgado. De modo que cuando el guardabarrera se paraba en su sitio, la barrera y su cuerpo amorfo dentro del piloto creaban una imagen confusa. En medio de la lluvia y la oscuridad los gestos o los cabezazos perdían eficacia.  Esto sin contar el sonido de la lluvia que jamás lograba apagar el rugido del tren, al contrario, daba la impresión de acentuarlo. La lluvia, por lo visto, formaba una gran campana que todo lo amplificaba. Llovió con frecuencia durante  semanas y fue en aquellos días en los que el hombre y la  muchacha se sintieron  distantes el uno del otro. Por eso cuando una mañana ella tuvo que esperar mucho  el paso del tren, de ese tren distinto, el lento, el de carga, el hombre se apresuró a comenzar un diálogo. Esa mañana no llovía, esa mañana  la muchacha se había pintado los labios con un rouge recién comprado, esa mañana los dos, por primera vez se dijeron su nombre. El de ella era un nombre corto y circular, el de él uno de esos nombres pretenciosos que le ponen a la gente en el campo.  Aquella misma noche él se animó a salir de la casilla cuando la  muchacha estaba cruzando.  Las barreras se encontraban levantadas y él le dijo así, directamente, sin el menor merodeo,  si no lo quería acompañar. El hombre había entrado en el terreno ajeno, en el sitio por donde pasaba el tren. Fue raro verlo ahí de pie. Encima el hombre caminaba como pisando huevos,  con la cabeza inclinada hacia abajo, levantando exageradamente las dos piernas, dando pasos con un cuidado cargado de temor. Ella miró hacia los dos lados como si esperase que el tren la sorprendiera en mitad de un cruce, desamparada. Fue un movimiento instintivo. Y sin pensarlo demasiado le  contestó que sí.
  La casilla era pequeña. Había un calentador eléctrico, un ventilador antiguo,  un teléfono, dos sillas y una mesa. Con el primer mate ofrecido el hombre le contó su vida resumida de cabo a rabo. Él hablaba sin parar, pretendía presentar sus credenciales midiendo el tiempo, un tiempo sujeto a los intervalos de la llegada del tren o acaso un tiempo apretado por el miedo a que la muchacha fuera llevada al lado opuesto, pero en la casilla no había lado opuesto, era un cuadrado perfecto. Un cuadrado con dos sillas. Con eso bastaba. La muchacha se dejó estar, incluso esperó paciente que el guardabarrera saliera, ahora tan entrada la noche con una linterna de luz verde y la hiciera flamear y aceptó el estremecimiento que hizo retumbar por un instante la construcción precaria  en la que  se encontraba metida. Al regresar el hombre siguió hablando con esa actitud desaforada de la primera y la última vez. Entonces,  más que para impresionar a la mujer, a lo mejor movido por ese afán de que las palabras no se le cortaran, dijo:
     -Le voy a contar un secreto. Es un secreto que conocemos sólo los que trabajamos en esto- y al decir la frase hizo un movimiento amplio con el brazo señalando la pequeña habitación y sus alrededores- Cuando hicimos el curso  de ingreso para el trabajo nos lo contaron, pero nadie lo tiene que saber- la mujer abrió los ojos en el mismo  instante en que él los bajaba- ¿Sabe? Hay un minuto, sólo un minuto en el día, uno solo en medio de las veinticuatro horas que esas vías dejan pasar una corriente eléctrica. Si alguna persona al cruzar pisa las vías, muere de repente.
      La mujer abrió más grandes sus ojos. Y los dos se quedaron mirando algo que no estaba allí, quietos, porfiados en su estupefacción. Lejos se escuchó un ruido de sirenas  quizá mezclado con el viento. El hombre se arrepintió enseguida de haber dicho lo que dijo.  Sintió que él mismo se había robado un objeto valioso que ya no iba a recobrar.  Y no quiso hablar más, ya nada tenía para decir. Su fastidio fue creciendo dentro  de él y se le escapó por los ojos. La muchacha, confundida y asombrada, pensó que era conveniente que agregara algún comentario,  cualquier frase que disipara la tensión. Por eso se atrevió a decir:
      -¿A usted le parece? Me suena un poco fantasioso, digo.
      Secamente el guardabarrera añadió:
      -Me lo contaron en el curso. Y ahí no se bromea. Este es un trabajo serio.
      Algo se había quebrado. No  se supo muy bien si fue por el tono sin contrastes con que el hombre hizo sonar su voz, o por su arrepentimiento callado, o porque ese no era el mejor momento ni el sitio  más adecuado para citar a la muerte o quizá porque ya se había hecho tarde y a la  muchacha le dolían las piernas y estaba cansada de escuchar. La cuestión es que ella consideró que  era prudente retirarse. El hombre dijo que sí, que  le parecía bien que ella se fuera.
     Después de aquella vez la muchacha no volvió a cruzar por ese paso a nivel. Caminaba en dirección opuesta, doblaba la manzana  y luego se vio forzada a caminar  cinco cuadras más hasta el próximo cruce. El tren no  volvió a ser el mismo, ni su sonido, ni su incomparable velocidad, para ninguno de los dos.
                   

"El tren" pertenece al libro "Una foto de Einstein tocando el violín"




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El techo ajeno; integra el libro "Una luz que encandila"

PREMIO CIUDAD DE EL COLORADO
(Municipalidad de El Colorado- Formosa- Argentina)

El techo ajeno

Ahora que pienso en lo que me ocurrió, sólo puedo verme como a alguien que avanza por un camino hacia alguna clase de final. Pero en este caso el camino no es hacia lo largo, no se extiende chato, aplastado sobre una geografía parecida al desenlace de una película. Este es un camino que entró primero en mi pensamiento y luego se hizo carne en el mundo para convertirme en su protagonista. Digamos entonces que soy la protagonista de una muerte que no ocurrió y ahora, aquí, desde esta orilla que no alcanzó a ser más que esta orilla, pegada a lo que se conoce, adherida a la costumbre, puedo verme caminando como si no fuese yo misma, antes, ayer, hace unas semanas o no, soy la que avanza hacia el desenlace de ese camino que se inició primero en mi mente. Y ya sabemos cómo son estas cuestiones: mi mente es más grande que el mundo, de modo que resulta comprensible que me pierda en ella. Sigo perdida, sigo muy perdida allí dentro de ese lugar inmenso como si nunca hubiese tenido un cuerpo, como si nunca hubiese hecho lo que hice ayer, hace unos días o quizá unas cuántas semanas, o más, cuando emprendí un camino que buscaba su final.
No todos los caminos persiguen la chatura del horizonte y yo elegí unos de esos al subirme al techo. Ya estoy en el techo. Soy una mujer que se puso un par de pantalones viejos y una remera que da vergüenza mostrar, ando con un martillo en la mano y un envase de pegamento. Aprieto el mango del martillo y el envase de pegamento con la misma mano con la que escribo. No necesito repetirme que he subido al techo para reparar una rajadura. El mundo, ahora, que estoy sobre la alta altura de este techo plateado, promete ser muy amplio, aunque no más amplio que el panorama de mi mente. Me gusta la distancia que tienen mis ojos que, antes de subir al techo, casi se inclinaban a ras del suelo. Me gusta el aire, me gustan las copas de los árboles. Soy una mujer muy alta, soy una mujer que tiene el poder de su elevada mirada, a pesar de que llevo una ropa que da asco y el martillo se canse de que lo apriete con esta mi mano adiestrada para escribir, insisto: soy una mujer muy alta. La calle entera por delante, a los costados, la casa del vecino y el filoso edificio de departamentos en el lado opuesto. Giro mi cuerpo mientras aprieto un poco más el mango del martillo y el envase de pegamento y veo la curva perfecta que va de lado a lado, de un extremo a otro de las dos paredes laterales de mi casa. Recuerdo que a esta clase de techos en la provincia de Misiones se los llama “tinglado”. Y la palabra “tinglado” resuena en mi mente igual que si dijera “xilofón”. El aire caliente de la siesta no se apacigua. Me cuesta entender por qué aprieto con tanta fuerza el mango del martillo. Las chapas de zinc del tinglado parecen brillar más, mucho más que esta superficie de mi techo que me sostiene y me permite tratar de contener el movimiento de las copas de los árboles. Bajo la vista y veo la escalera de madera que, igual que tantas otras veces, me ayudó a subir hasta aquí, yo misma la pinté de blanco, yo misma cubrí las paredes de este patio que veo ahora también con otra blancura menos presentable. Esta manía de pretender arreglar lo que el tiempo deteriora es lo que me hace apretar el mango del martillo con una fuerza que no soy capaz de controlar. Desde este ángulo la curva del techo de zinc se ve perfecta. Las copas de los árboles también lucen perfectas. Y el aire, el aire, por supuesto, también lo es. Lo ha sido desde el principio. El aire más que nada. En mi mente yo era la misma mujer que soy ahora: más de cincuenta años, una remera sucia, un pantalón cubierto con costras de pintura y ese antiguo vacío que me empujó al alcohol, al miedo, a escaparme del mundo. Quiero quedarme sobre este techo plateado para siempre y quiero que la palabra “siempre” permanezca tan perfecta al ser pronunciada como lo es en todos los espacios de mi mente. Si la palabra “siempre” es perfecta, no lo es menos el techo del vecino, ese tinglado de curvatura inalterable. Nadie vive ya bajo ese techo, lo vendieron todo y hace meses que no se ve entrar ni salir a ninguna persona por la puerta ancha de lo que se ha convertido en un corralón deshabitado. Si el aire me roza con mayor fervor en esta altura, cuánto más intenso será si me atrevo a caminar sobre aquella otra curva hecha de zinc y brillos. Doy un salto breve, demasiado escueto, cruzo la línea y ahora piso las tejas rojas de la casa del costado y llegando al extremo hago pie sobre el borde de zinc por primera vez. Llegué al otro lado, llegué por fin: soy una auténtica pionera. Camino, parece increíble pero estoy caminando. Avanzo en un delicado equilibrio que apenas se sostiene a sí mismo. Una vez, hace muchos, muchos años, bajo la carpa de un circo en el baldío de mi barrio, en Floresta, una mujer caminó por el aire. Todavía la veo con un vestido de tul deslizándose y aún hoy quiero creer que no se apoyaba en una cuerda delgada que iba de lado a lado, de extremo a extremo persiguiendo el aliento de un dragón. De pronto, yo que estoy tan abajo, siento que los aplausos me devuelven el hilo finito de mi propia respiración. Yo podría haber sido esa mujer en el interior de mi cabeza. Al día siguiente volví y ya no había nada, el baldío mostró su condición de tal no bien deshicieron la carpa y, con la carpa, la mujer que caminaba por el aire también había desaparecido.
Qué ancho se ve el mundo sobre este tinglado de plata, tal vez más ancho que mi cabeza destartalada, igual que en aquellos sueños que supe tener a los seis años poco antes de la muerte de mamá: viene la oscuridad de repente y yo empiezo a caer por un abismo y, antes de chocar contra alguna clase de fondo, me despierto para demostrarme a mí misma que existe el otro lado, que la muerte es ese sueño, o ese sobresalto, que se destruye fácilmente con la buena voluntad de mantener los ojos bien abiertos. La noche sigue avanzando sobre su propia oscuridad y yo continúo teniendo seis años y el resto es nada o el silencio y la gracia celestial de haberme salvado de chocar contra el fondo del abismo. Pero los abismos no tienen fondo, sólo tienen abismo. Aquellos sueños que se repitieron hasta el cansancio se interrumpieron dos años después, cuando murió mi padre.
Ahora voy hacia el punto más alto de la curva del techo de zinc que, a su vez, quizá copiando la estructura del átomo, se hunde y sobresale en cada canaleta. Imagino la lluvia cayendo aquí cuando arrecia y se empecina en empapar el mundo, me imagino en cualquier parte y entonces nada, nada, nada, nada. No puedo saber que soy yo la que desaparezco. Silencio. Silencio constante. Sólo silencio. Silencio.
Ahora hay un blanco como de sol dando de lleno sobre los ojos. Mis ojos o los de cualquiera, la ceguera absoluta que da la luz cuando sólo es luz y ninguna otra cosa se le opone. Y sin oposición no hay mundo ni cuerpos que sepan que llevan detrás su sombra. La luz, tan absorta en su totalidad se inunda de sí misma y empieza a tragarse y a tragarse para que el futuro la convierta inevitablemente en un agujero negro.
Nada, yo no estoy en ninguna parte. Nadie sabe de mí, ni recuerdo quién he sido. Entonces, ahora, estoy abriendo mis ojos, me encuentro cubierta por la oscuridad de un techo curvo. Pero quizá, deba decir que esto no es exactamente la oscuridad. Digamos que es gris. El lugar es un lugar vacío, un lugar gris, un lugar para nadie. El gris es una tonalidad mucho más absoluta que la oscuridad o la luz ¿Qué hago aquí? Intento levantarme del piso y la pierna derecha se resiste, a pesar de eso alcanzo a ponerme en pie. Lo primero que se me ocurre es que estoy dentro de un sueño. Me pellizco. No, esto no es un sueño, lo gris que me rodea está hablando de la realidad. No conozco este lugar, sin embargo sé que soy yo, una mujer sucia con ropa gastada, llena de costras, una mujer que aprieta todavía el mango de un martillo. Esto no es un sueño, me dice ahora la voz de otra mujer que está dentro de mi cabeza. Quiero llegar hasta la voz de esa mujer, pero el interior de mi cabeza se me hace tan lejano, más lejano que este sitio gris, desconocido. Me duele mucho la pierna derecha, con esfuerzo logro sentarme sobre el piso de pórtland, siento un líquido pegajoso en algunas partes de mi cuerpo. Apenas puedo mover la pierna derecha y sin embargo me pongo de pie nuevamente. El rectángulo de pórtland es apenas un poco más extenso que la largura de mi cuerpo. Me siento suspendida en el aire por un rectángulo de pórtland gris sobre la grisura del abismo, como en el final de la película Star War. Camino un poco y compruebo que para salir de este rectángulo no hay escalera, apenas una que está demasiado alejada, una de esas escaleras de madera que sirven para cualquier cosa menos para escapar de un rectángulo de pórtland como este. Entonces parpadea en mi mente una noción difusa y lo último que hice antes de recordarme aquí flota y enseguida se desvanece. Yo era una mujer que caminaba sobre un techo plateado. Miro hacia arriba y veo un agujero y a través del agujero, el aire y la luz que ayudan a que esta tiniebla sea gris y no completamente negra. Pienso: mi cuerpo al traspasar el techo hizo que esta oscuridad se volviera gris. Pero de todos modos no puedo asociar mis pasos con ningún acontecimiento, el agujero en el techo ni mi cuerpo caído, todo está suelto, deshilvanado dentro de mi cabeza, nada se eslabona con nada, ni siquiera apretando mis pensamientos unos a otros dentro de la vastedad de mi cabeza. Ni por asomo me animo a creer que este cuerpo que apenas puede moverse, es el mismo cuerpo de la mujer que se sentía plena sobre un techo de plata.
Me arrastro por el borde de esta plancha de pórtland y no encuentro manera de bajar. Qué hago, Dios mío, qué hago. Allí hay una ventana. ¡Una ventana! Y la ventana, aunque resulte increíble, tiene una persiana y la persiana, una manivela que mi mano pueda mover. Levanto la cortina y grito hacia la calle. Confusamente me doy cuenta de que la calle que estoy viendo es la de la esquina de mi casa y que el hombre que está en el negocio es el guardia del supermercado de los chinos. Grito, pido ayuda y la cara que el hombre me devuelve, al ver mi cara, tiene un gesto de espanto.
-¿Qué hace usted allí?- me pregunta.
Y yo le contesto:
-No sé.
Enseguida sale la dueña del negocio. Alcanzo a percibir que me mira con asombro: tiene los ojos estirados que tienen todos los chinos, aún así en ese estiramiento se acurruca el horror mientras me mira. Dice que no puede localizar a los antiguos dueños, que el galpón está abandonado. La palabra “galpón” resuena en mí, apretada, oscura, nada tiene en común con el techo plateado ni con la mujer que hacía equilibrios en el aire. Poco a poco la calle se llena de gente. Vienen a mirarme a mí, una mujer asomada en una ventana ajena. Una mujer que tiene la mitad del rostro desdibujado, aunque yo todavía no lo sepa. No, yo no lo sé, yo sólo miro sin ver. Y la calle está llena de gente, mis vecinos. Suenan las sirenas, la de la policía, la de los bomberos, la de la asistencia pública. Asomada a la ventana hablo con ellos sin ver a nadie en realidad, digo cosas que ya no recuerdo. Me doy cuenta de que con la mano sigo apretando el martillo y el envase de pegamento que no ya están en mi mano. Nunca hasta entonces tanta gente me estuvo mirando con esa expresión ceremonial, los ojos grandes, las cabezas inclinadas hacia arriba donde yo estoy sin saber que estoy. Soy una aparecida en un sitio abandonado, en un sitio imprevisto. Qué extraño. Los hombres que ahora entran por la ventana dicen o gritan informándole a alguien que está en otro sitio:
-Es una mujer con múltiples contusiones que cayó de una altura de cuatro metros. Entonces me parece que por primera vez comprendo de verdad que todo se reduce a una caída. Una vecina se ríe y yo la reto desde mi privilegiada altura, le digo que no debe reírse, que esto es serio, que está mal que se ría de mí. Los hombros de la vecina suben y bajan, creo que está llorando.
Las voces de los bomberos son cálidas, insistentes, tratan de tranquilizarme, dicen que no va a resultar fácil sacarme por allí. Digo: Cierro mis ojos, pero en realidad cierro uno solo, porque el derecho sigue cerrado contra mi voluntad. Los bomberos me aconsejan que cierre los ojos. Justo, lo mismo que la voz en mi cabeza me había dicho antes. Empiezo a rezar sin que salga mi voz y mi voz se repliega y repercute en el inmenso interior de mi cabeza. Mi voz es más poderosa que la vasta amplitud de mi cabeza. Nadie la escucha. Mi voz es sólo para mí, ahora, que unas manos me sujetan los cabellos, las sienes y me amarran a algo fijo, algo como una dura tabla de madera que tiene la largura de mi cuerpo. También los brazos y esa pierna que parece no formar parte de mí. Estoy sujeta por todas partes y de pronto mi cuerpo cae perpendicularmente. De repente noto que olvidé el martillo y el envase de pegamento y quiero recuperarlos, pero es tarde. La voz de un bombero me dice que piense en mí, que me olvide del martillo. Repite: “Señora, piense en usted” Qué extraño que alguien diga eso, que me lo diga a mí. Tengo experiencia en crueldades, dice una voz que está dentro de un sueño que se repliega a su vez en un rincón de mi interminable cabeza. Mi cuerpo está sujeto a una firmeza inesperada y siento que sigo cayendo en forma vertical por una cavidad que se desplaza. Es una cavidad pequeña, ya no hay voces. Sólo el sonido de una sirena que avanza conmigo, larga y renovada, así todas las voces de mi cabeza se van disolviendo en ese sonido hecho de vacío y plenitud.
Llevo conmigo una imagen: aquel agujero en el techo visto desde el otro lado y la dulzura del tono de voz de los bomberos y el roce del mango de mi martillo y la aspereza del pórtland. Alguien dice: “Puede haber daño cerebral además de las múltiples contusiones y posibles huesos rotos.”
Ahora mi cuerpo sujetado se desplaza con una rapidez inmejorable. Olor a hospital. Recuerdo los hospitales, el de mi madre, el de mi padre, el de mi marido en la frontera. ¿La frontera con el Brasil donde viví casi un año fue algo parecido a un tinglado de plata? Cada atardecer mi marido atravesaba el campo y traía el guardapolvos embarrado. Los hospitales son espacios fuera del tiempo, repite la voz que permanece dentro de mi cabeza. Estuve inconsciente varias horas, dice en forma de eco la voz. Hospitales, sitios blancos, con eterna luz artificial donde nace y muere gente, donde muere y nace gente sin cesar con una suavidad espeluznante. La desesperación del mundo se cobija bajo el elástico duro de las camas de los hospitales.
Estoy en el lugar “A” de la guardia de este hospital, eso dicen. He pasado a convertirme en la multicontusionada de la unidad “A”, soy, secretean sin mucho disimulo, “la loca que caminaba por los techos”. No puedo creer que mi cuerpo haya creado un agujero sobre la superficie plateada. Los médicos me hacen preguntas y de pronto milagrosamente descubro que entre la mujer que pisaba las canaletas de plata de zinc y la que despertó en aquel sitio gris no hay enlace, no hay memoria. Sólo hay un agujero que no puede ser llenado con palabras. Dos mujeres diferentes se hacen presentes en el interior de mi cabeza. Viene una enfermera, me mira y en su gesto percibo el horror. “Tiene la cara deformada del lado derecho”, me dice. Me destapa y con una tijera abre en dos mi camiseta vieja y mis pantalones duros de costras de pintura. No llevo reloj, no tengo llaves, ni bombacha ni corpiño. Estoy desnuda y entonces veo sangre, machucones, moretones y una pierna que perdió su capacidad de ser pierna. El lado derecho de mi cuerpo no existe, se quedó colgado en el techo de zinc como una guirnalda de carnaval. Pero allí está mi pie, lo veo, lo distingo perfectamente al final de la camilla. Le pido por favor a un enfermero que lo coloque al lado del otro pie que sí respira y se reconoce mío para que no cuelgue del borde de la camilla como si quisiera escaparse de mí, o intentase regresar con la mujer que caminaba sobre el techo.
Tengo sed. Pido agua. Me dicen que no puedo beber. Al rato alguien trae para mí un cono traslúcido de plástico con un cilindro delgado que entra en la vena de mi brazo.
En el recinto “B” hay una niña que se lastimó un ojo con no sé qué extraño artefacto. La niña llora y su llanto me parte el alma, no la veo, sólo veo mis dos pies: el que respira conmigo y el otro cuya sombra sigue colgada del techo. Grito: “No hagan llorar a esa nena” No me escuchan, pero la voz de una médica dice: “Es la loca de la sección “A” que está diciendo estupideces.”
Vienen dos enfermeros. Me manipulan. Mi cuerpo flota en un agua densa, el agua del mundo hecha de voces y tropiezos. Mi pie derecho camina ahora junto al cuerpo diminuto de la mujer de tul bajo la carpa de circo en el descampado de Floresta. Flota en el aire mi pie derecho cerca de las copas de los árboles. Viento, viento para los árboles y para mi pie que se niega a respirar y a obedecer voluntades.
La voz de alguien en algún rincón de la guardia hace mención a mí: no sé qué andaba haciendo ésa por los techos. La loca, la que soy yo fuera del escenario impresionante del interior de mi cabeza, que ahora se ha replegado y mira con curiosidad una sola imagen: el círculo imperfecto de un techo gris agujereado. Ese agujero tiene la forma de mi cuerpo que ya no está allí, pero por lo visto no está aquí tampoco, ni en ninguna otra parte.
Una voz de hombre me pide un número telefónico para avisar a la familia. La palabra “familia” es demasiado pesada para flotar en el interior de mi cabeza. Cae en mi memoria del mismo modo en que un cuerpo se estrella contra Dios sabe qué y sigue cayendo. ¿Avisar? Sí, lo que le pasó a usted. ¿Avisar a quién? Estoy desnuda bajo una manta frágil y una voz de hombre habla de alguien que me conozca, alguien que sepa algo de esa mujer que fui antes de que mi pierna derecha se convirtiera en un fantasma.
Los números son demasiado perfectos, son señales absolutas que refuerzan y niegan el mundo interminablemente. Mi cabeza aún resguarda algunos números en su confiado interior. Puedo apoyarme en esos recuerdos con cierta vaguedad, me consuela tenerlos almacenados igual que a un tesoro junto a la imagen por fin inalterable de un agujero imperfecto sobre un techo gris por dentro. Y lo que no deja de sorprenderme es que el plateado reluciente de afuera tuviera un revés de insoportable color gris. Mi cuerpo atravesó una distancia impensada. Mi cuerpo está aquí sobre una camilla en el receptáculo “A”, aunque lo no está del todo. Este extraño compañero de vida, cuerpo mío, ha mostrado las endebles costuras que lo sujetaban al interior de mi cabeza. Y no es la primera vez que intuyo esto, yo ya lo sospechaba. Lo sospeché en aquel hospital donde mi madre abría y cerraba su boca desesperadamente, lo sospeché cuando los militares agarraban otros cuerpos para hacerlos desaparecer, lo sospeché siempre, pero esta vez tengo las pruebas: mi pierna y mi pie derecho lo están gritando. Qué manera de hablar tan poco sosegada. Acaban de entrar a la guardia otra mujer y un hombre extranjero a quien la médica que me calificó de loca está retando porque no tiene la visa ni los papeles en regla.
Me mueven, siento y escucho el ruido de las máquinas que echan pequeños relámpagos sobre mi cabeza. Mi ojo derecho continúa bien cerrado. Inesperadamente viene a mí el recuerdo del bisabuelo que llegó en un barco desde Italia a la Argentina cien años atrás. Trajo para mí el apellido y el alcoholismo, me apropié de los dos. No hay recuerdo, no lo conocí, se trata de una memoria falsa.
-¿Qué estaba haciendo usted sobre el techo?- dice una voz con tono más de intriga que de reproche.
No puedo recordar. Entre la mujer que camina sobre el techo y la que despierta varias horas después en el piso de pórtland no hay conexión. Era tan suave la caminata de mis pies sobre el tinglado o ese espacio hecho de vaguedad, que hizo nacer dos mujeres diferentes dentro de mi cabeza. Una completa desmemoria, no tengo registro de la caída, en realidad no caí, me desdoblé, una parte de mí continúa haciendo equilibrios sobre las canaletas de zinc.
Sé que pronto veré la cara de un pariente o un amigo que vendrá a buscarme, pero mientras tanto soy una suerte de torpe metáfora de este país al que llegó mi bisabuelo cien años atrás: Soy alguien que ya no reconoce a su cuerpo, un agujero sobre un techo o la sombra de un cuerpo, sólo una voz que repercute en la inmensidad de esta interminable cabeza y un espacio definitivamente en blanco donde lo que sucedió no ha dejado rastros. Además todavía nadie viene a buscarme, nadie me llama por mi nombre en este sector “A” de la guardia. Espero que alguien venga a reconocerme, que alguien diga mi nombre. Espero que el sonido de una palabra que me designe cubra esta blancura de hospital. Quiero creer que después saldré de aquí y pasará el tiempo. Es natural, tiene que ocurrir. Van a olvidarse de mí los enfermeros, los doctores y hasta los vecinos dejarán de hablar de este incidente. Y los dolores irán cediendo y mi cara volverá a tener sus dos mitades casi idénticas. Los días se encimarán unos después de otros, dos o tres albañiles cubrirán el agujero que creó mi cuerpo al traspasar el techo con alguna plancha plástica. Es lento el tiempo en momentos así, dicen que la mente se aletarga para no perder detalle y defenderse, pero yo pierdo todos los detalles y sólo me queda la sensación de tiempo paralizado. Sólo eso me queda y el eco creado por un agujero enorme en el interior de mi cabeza, como si la hubieran vaciado por dentro y esa inmensidad se preparara para abrirse paso y devorarse la promesa de un Universo que no aparecerá. Quiero creer también que se han enterado de lo que me ha ocurrido y vendrán por mí. De todos modos, pase lo que pase, siempre me quedará como refugio el interior de mi cabeza, un espacio vacío en el que los propios pensamientos amagan con crecer y cobrar cuerpo, un espacio demasiado ancho para la vida. No sé por qué, algo me dice que el tiempo se me hará más largo aún en este lugar donde ya casi no hay sonidos y empezaron a faltar los colores, donde se resbalaron las palabras, donde nadie aún ha dicho mi nombre.

Irma Verolín
Escritora nacida en la ciudad de Buenos Aires, lugar donde reside.


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