REFLEXIONES

                                      

Sobre los personales universos literarios
No puedo evitar que me cause un poco de gracia cada vez que escucho: “Vos siempre escribís sobre lo mismo”. Es tan fácil recrear los temas, canjear “mi abuela” por “una mujer vieja” o “esa señora”. Detrás de la insistencia en porfiar personajes y asuntos se esconde un guiño, la necesidad de que el lector reconozca que el énfasis no está puesto sobre aquello de lo que se habla sino en el lenguaje, en la evolución de una estética. Para que exista evolución debe existir una línea de continuidad y otra de ruptura, la dosis de cada uno de estos elementos determina cierto grado en el avance o en el retroceso. Del mismo modo podríamos objetarle a Juan José Saer que trabaje con un número limitado de personajes circunscriptos a una región acotada del país o a Borges que redunde en cuchilleros, otros seres más o menos valientes, laberintos etc. La novedad del argumento no puede sostener una obra pero tampoco el afán ininterrumpido de innovación. Como afirman los maestros budistas, chinos e hindúes, la fuerza está en alcanzar y sostener el delicado punto medio.

Me interesa soberanamente mirar el mundo con la misma actitud humilde y ansiosa de los pintores impresionistas que buscaban captar al vuelo la levedad de lo que está vivo y por lo tanto, cambia. Aposté a la construcción de una voz y al recorte de una mirada, claro que, desde ya, el lenguaje se resiste a que se juegue demasiado con él y,  al mismo tiempo,  se vuelve testarudo cuando pretendemos  mantener una excesiva fidelidad. Habitar el punto medio es vivir la experiencia de la fragilidad en un estado de intensidad permanente, algo así es escribir para mí.

                                                                                                                                28-6-16 


             

  Sobre la novela "El puño del tiempo"   
A la luz de los años me sorprende que el libro que más críticas obtuvo debido a que ganó el premio Emecé, la novela “El puño del tiempo”, haya sido enclaustrada genéricamente en el molde de "realismo mágico". Me resulta difícil no citar aquí a Alicia Steimberg que tuvo mucha prensa cuando obtuvo el Premio Planeta, ella comentó a propósito de esa profusión de notas donde solía aparecer su foto y la tapa del libro: “Es el premio el que obtiene la difusión de prensa, no yo”. Obviamente a mí me cabe lo mismo e, incluso, magnificado. Salvo la estupenda reseña publicada por Alicia Genovese en el diario Clarín donde hace girar la historia de la novela en torno al recurso del chiste, nadie estableció los para mí evidentes vínculos del trabajo de lenguaje con la parodia, el pastiche y el kitsch. Y no sólo porque yo trabajé con antelación mi propósito de encarar una novela de iniciación cruzándola con las diferentes tradiciones literarias, alejándola de lo testimonial decimonónico sino porque me parece muy visible que el trabajo con el refranero popular, con el habla de los años cincuenta, con el trazado grotesco de los personajes  y la mirada humorística sobre los comics plantea una cuestión que no fue abordada para nada en la crítica. No deja de sorprenderme  además que se me haya vinculado con Isabel Allende, nada más alejado, ella trabaja las historias, yo, el discurso. En cuanto a la aparición de elementos mágicos debo decir que son recursos de la torcedura que es propia de mi escritura, escritura que puede  quebrantar los límites a través del humor, la ironía, la ambigüedad o el rompimiento de la lógica de las leyes cotidianas. Escapar a lo instituido como recurso estético es un planteo básico pero sin perder el marco de un relato que se inscriba en cierta tradición del relato. Y nuevamente, a la luz de los años también, me topo con la crítica del diario “La voz del interior” de Córdoba donde alguien que firma con iniciales defenestra un texto que claramente no comprendió. Puede interesar o no una propuesta estética pero desgranar sus procedimientos es una tarea de la crítica que sí tuve la fortuna de recibir por parte de  Alicia Genovese y de prácticamente nadie más, a excepción de los tres jurados que volcaron una apreciación rápida y certera de la obra: Steimberg, Isidoro Blaistein y Antonio Dal Maseto.  Para mí "El puño del tiempo" es una parodia de los géneros, del biográfico en principio, de la cultura popular con sus comics y sus refranes y del folklore que instauró el peronismo,  no se puede abordar esta novela sin considerar que tiene una escritura al ras que va por los límites, el recurso  paródico es fundamental para comprender el texto, es decir la mirada que va paralela a otro discurso y juega con él. Cuando la novela fue finalista del Planeta nos invitaron a escribir un texto que se publicó en  el diario Página doce, yo hablé del grotesco criollo como pariente cercano de mi mirada estética y el grotesco es un cruce de géneros. En fin, el tema desde ya lo planteó Borges: la clave está en cómo leer.
   Muchos años después, cuando se editó “El camino de los viajeros” pude experimentar gracias al enfoque de  Carlos Antognazzi que la escritura de esta novela estaba en términos de enfoque estético a años luz de “El puño del tiempo” porque él me confesó que esta, la del premio Emecé,  no le había gustado y sí la última que él presentó en la ciudad de Santa Fe. Me alegró comprobar que había escrito dos novelas inscriptas en tradiciones diferentes.   
                                                                                                                                       3-7- 16




                                    
Sobre la práctica de los distintos géneros literarios
Estuve haciendo memoria: comencé escribiendo poesía y comencé a participar en talleres literarios sobre poesía hasta que en 1979 se me planteó el dilema al ir también al taller de narrativa de Liliana Heker. Recuerdo como si fuera hoy que al cabo de asistir a unas cuantas reuniones y de haber escrito un cuento que leí frente al grupo, le dije a Heker que dejaba  de asistir a las reuniones de trabajo porque iba a dedicarme a la poesía. Insistí en la escritura de poemas hasta 1984 y a partir de allí no escribí más poesía.  Me dediqué completamente a la narrativa introduciendo en los libros conjunto de textos que estaban más cerca de lo poético que de la prosa, pero fue como si escapara de una cárcel para volver a ella.

Es extraño que me planteara una opción tan tajante. Los poemas escritos en aquellos  años no me convencían para nada, pero si tengo en cuenta que garabateé mis primeros poemas en la facultad y repartí hojas en carpetas en 1973 descubro que me dediqué diez años a la poesía para abandonarla. Yo entonces buscaba transmitir algo que no terminaba de cobrar una forma, mi paso por la narrativa fue la búsqueda de una forma instituida, lo más compacta posible, necesitaba un orden para poder luego salir de él. Pero lo sorprendente es que el trazado de ese orden me demandó treinta años. Volví a la poesía como si despertara de un sueño. Ahora la escritura fluye, bueno, fluye hasta cierto punto,  pero el trabajo que hay detrás se me presenta como un gran muro, o una pared de piedra que no puedo derribar. Ya no me planteo la exclusividad con respecto a los géneros, supongo que no sólo mi enfoque cambió si no que también la marca de los tiempos, la entrada en una visión más integradora en todos los aspectos de la vida.
                                                                                           9-7-16

                                   
Texto leído durante la presentación de la novela "El camino de los viajeros"-  
Ciudad de Santa Fe 

¡
La novela es un universo extraño, está hecha con retazos de vida. Se bambolea  en nuestro interior  haciendo chistidos hasta que aflora tormentosamente y entonces se apodera de nosotros. Podría decir que escribir una novela supone pasar por una etapa de  suspenso dentro de la vida misma. Se debe apagar el mundo para establecer conexión con ese espacio nuevo con leyes propias que va cobrando forma a veces a los ponchazos. Simbolizar la vida mediante la escritura de una novela es paradojalmente una renuncia a permanecer en  este sitio inconmensurable que llamamos mundo y soportar a la vez tener los dos pies sobre la tierra. Entre estas dos tiranteces se escribe y esa dualidad que está dentro de la palabra misma nos otorga durante la escritura dolor y goce al mismo tiempo. Siempre me impresionó esta condición de la escritura que exige que para hablar del mundo debamos huir de él, replegarnos, darle la espalda. Ahora, si bien el cuento es un pequeño universo y el poema lo es de un modo más absoluto, en algún sentido la novela se  me  presenta como remedando al mundo material de una forma más simétrica. Quizá se trate de un engaño, lo cierto es que probablemente por la extensión del género que  demanda más trabajo artesanal y  consume más hojas del calendario,  durante la escritura de la novela me siento capturada por el oficio de  esa manera tan tajante,  tan incondicional. Quizá por eso escribir se parece tanto al arte de aprender a nacer y morir continuamente en un mismo gesto.
     La novela  “El camino de los viajeros” no es una excepción. Fue escrita con retazos de vida, una vida que contemplada ahora desde la larga perspectiva de los años, se me presenta más remota, no sólo porque transcurrió en el siglo pasado sino porque el mundo ha dado tantos  brincos en sus  atropellados cambios que ya nadie se reconoce hoy por hoy  a sí mismo, sino porque  la trama del relato  se desarrolla la provincia de Misiones donde entonces nosotros, los que nos refugiamos en aquel espacio,  asegurábamos que ir a vivir allí suponía no sólo atravesar un gran tramo de territorio sino también dar un salto histórico.  Se trataba de un mundo feudal con mujeres escondidas detrás de una puerta de lata en una casa de madera que se venía abajo y hombres sin dedos que trabajaban en el aserradero y hablaban una lengua mitad castellana y mitad brasilera que ni los médicos de las frontera podían comprender para darles un remedio en caso de necesidad, un mundo de explotación humana y de miseria. Así que esta novela fue escrita gracias a los saltos, los brincos, los manotazos de ahogado con la vida.
    El tiempo y el espacio no son entidades separadas, lo podemos  vivenciar  a veces viajando, otras veces realizando prácticas  místicas y siempre a través del arte. La escritura  es una buena elección para experimentarlo, aunque debo decir que mientras se escribe una novela  es cuando se huele, se percibe a lo lejos esa sensación de que nada es lo que parece en este  universo material y eso gracias a haber establecido una sana o perversa distancia respecto de él con el simple (acto) hecho de escribir. Esta novela fue escrita con emoción y rigor en una etapa de mi vida en la que aquellos retazos que sirvieron de base a la historia no estaban  aún tan desdibujados, tan borroneados.  El espacio  del relato es una parte de la provincia  de Misiones, aislado, en un lugar con un sesenta por ciento de desnutrición infantil cuando nuestro país no era lo que es hoy, a principios de los ochenta. Un país sin redes sociales en Internet, sin teléfonos ni siquiera de línea en aquella zona, en el marco de un horror como el que fue la última dictadura militar, ese es el duro mundo retratado en esta novela, un mudo suavizado por la vivencia del paisaje subtropical, en  el que el personaje que narra la historia en primera persona encontró su peculiar manera de escapar,  no escapó con los pies sino con la cabeza y muy posiblemente quedó entrampado en su fuga.  Claro que se podría afirmar que escribir es siempre la historia de una fuga, de una fuga que  se convierte en encuentro en este  resbaladizo juego de la escritura. Así como nos alejamos del mundo  de las cosas para encontrarnos  con él bajo la máscara que lo simboliza en la escritura, así nos refugiamos en lo que somos y nos somos. No es raro que los escritores tengamos mucho de locos. Esta clase de trastorno tal vez sea necesario en un mundo como el de hoy. El arte quizá nos esté salvando de  algún otro mal que apenas sospechamos. El arte es un juego de espejos donde la verdad se nos muestra en franjas recortadas, en zarpazos, en un simple parpadeo, el lector la completa en parte, sólo en parte. El mundo es demasiado grande y observar los  fragmentos nos salva, nos rescata de esa grandura. El arte es eso, volver pequeño por un rato el tamaño desmesurado del mundo para comprenderlo a regañadientes, para que se ajuste a la altura de nuestros ojos, así después  estamos en mejores condiciones de alzar la vista e introducirnos en nuestra vida cotidiana sin que nos devore completamente porque algo, al menos hemos llegado a comprender.  Igual que los niños que repiten montones de veces un mismo juego hasta que el juego se convierte en verdad. Me pregunto una vez más: Sin ese manotazo de ahogado que es el arte ¿Adónde iríamos a parar?    

                                                                                                                  setiembre de 2012 
                                       
Incluido en la página "El infinito viajar"
Con el correr de los años y la práctica del oficio en varios géneros, sea de narrativa, literatura infantil y hasta abordando alguna clase de discurso  crítico y ni hablar de la poesía, he aprendido, no sin dolor, que la táctica básica es la del agricultor frente a la del cazador. Así, la palabra no debe ser “cazada”, capturada o atrapada en un acto brutal sino que es preciso verla germinar haciendo alarde de una paciencia que tal vez  tenga únicamente para el ejercicio de este oficio y que, desde ya,  me gustaría hacer extensiva a mi vida en general, yo, que soy ansiosa por naturaleza. La palabra establece sus pautas y si quiero un texto y no una mera redacción disfrazada de poema necesito interactuar con humildad. Aprendí a esperar y a observar lo que me sucede interiormente y luego,  cuando eso intenta cobrar forma de palabra, me acostumbré a  dejarlo estar en su ser intermedio sin imponerle pautas o definiciones previas. Mientras tanto la vida va por sus circuitos y los textos piden y piden más miradas.


El cuerpo  ha sido para mi propia percepción un enigma y  una instancia  permanente de separación. Mi cuerpo me aleja de mi conciencia, se interpone entre el mundo y yo, agota mis fuerzas interiores, habla  en su idioma indescifrable, siempre tiene hambre, tiene sed o sueño, siempre se queja de dolores a los que me cuesta encontrarle su causa, de modo que la palabra que soy yo misma, mi más profunda interioridad vive en estado de interrogación hacia él, mi cuerpo, que no curiosamente se homologa a ese otro gran misterio: el mundo. Son como dos mamparas entre las que estoy acorralada: cuerpo y mundo, pero de manera notable precisamente por eso, por la fricción que producen en mí, suelen ser el germen de una parte considerable de mis escrituras.

No me había ocurrido cuando me dedicaba casi exclusivamente a la narrativa, pero ahora que trabajo en forma continua la poesía descubro que el cuerpo en sus partes, en sus accidentes, en su ineludible presencia aparece en los poemas como si se hubiera colado imprevistamente. Así que la escritura, una vez más hace aflorar lo que esquivé con todas mis fuerzas, es como digo en algún poema: soy una testigo de identidad reservada. Ahora, nuevamente descubro que puedo hablar del acto de escribir de manera consciente o relativamente consciente, aunque aún  no – con la lucidez que me gustaría- del cuerpo que está siempre allí, como un observador incómodo y entrometido que se desliza a resbalones en mi poesía.

Y sin embargo desde mi visión y mi experiencia en las terapias vibracionales sé que cada cuerpo diseña un mapa de la conciencia individual, es en alguna medida un delator, es antes que nada una revelación y en este sentido es perfectamente identificable con un texto literario. Ambos, el texto que escribí y mi cuerpo saben mucho más que yo, me muestran lo que yo antes no vi, tienen cierta cualidad de oráculo, aún así el lenguaje corporal me sigue resultando extraño y otra vez por lo inapresable está emparentado con los textos, no sólo por eso sino también por esa cohesión y esa ley propia en la que unas cuantas de mis decisiones casi nada pueden hacer la mayoría de las veces. Texto y cuerpo obedecen a la voluntad orgánica de su propia construcción. No por nada hemos acuñado las expresiones: “El cuerpo del texto” y “el lenguaje del cuerpo”.    Mi cuerpo  -lo sé, sí, lo sé porque lo he experimentado- es una suma de cuerpos y su matriz es invisible, la analogía con la escritura poética  se desprende por sí sola: hay una superficie y hay una profundidad sin que exista límite discernible entre ambas, como en un sucesión de capas que se entrelazan unas con otras,  la mayor parte del tiempo están rozando lo visible y lo tangible mientras la base generativa permanece inaccesible a la mirada. Así es que entre cuerpo y escritura existe sólo un desplazamiento, mi respiración le imprime ritmo a mis poemas, las secuencias con que vibran mis células producen la cadencia del texto, la tonalidad de mis pensamientos se cuela en la gramática y en el tenor de las palabras escogidas. Quizá esta continuidad que hay entre cuerpo y escritura sea la misma que se encuentra entre un átomo y una galaxia, es probable también que la distancia sea la misma o que incluso no exista distancia alguna. En esta relación inabarcable de correspondencia el misterio parece ser  la primera de todas las respuestas. Ahora- al menos eso es lo que creo-  en el momento de escribir mi cuerpo no existe, es como si la escritura lo aboliera, la palabra lo vuelve transparente con su opacidad.


                                      http://elinfinitoviajar.blogspot.com.ar/2016/07/irma-verolin.html         24-7-16 

                                            

Sobre el escribir poesía y narrativa

Juan José Saer dice que la poesía es indagación y la narrativa distribución. La frase me sigue dando vueltas. Por el momento tengo la sensación de que la poesía es un acontecimiento. La narrativa es una construcción. El acontecimiento tiene su impronta la que inevitablemente se impone, la construcción nos pide una colaboración más consciente. Escribir poesía es algo parecido a nadar. Nadar en el mar, aceptando el movimiento de las olas.
  Con la poesía se comulga, con la narrativa se es cómplice o testigo, hay algo más a actuar como un  espía en el lector de narrativa, quien lee poesía en cambio tiene que participar mucho más con el alma, las emociones. Yo diría que en el lector de poesía o el cultor de poesía hay  un gesto de devocionalidad.
   La poesía pone en emergencia el lenguaje, nos conecta con el ser, con el propio sentido de existencia. Y ahí la cosa se vuelve peliaguda. La palabra se aleja mucho más de su funcionalidad y se convierte en objeto, esa independencia de la palabra a veces lastima.
  ¿Cuándo se pone en emergencia el lenguaje qué otra cosa más se pone en emergencia? Una misma como persona en forma integral. La palabra poética nos pone a nosotros mismos en tela de juicio. O mejor dicho a nuestro consolidado ordenamiento interno.
  En tanto devocionalidad con respecto a la poesía habría que pensar por qué tiene ese ingrediente religioso. Lo religioso es la fe. Salirse de la racionalidad, de la lógica de un lenguaje más unívoco o lineal.
                                                                                                                                        2015


                                 
Marcela Filippi Plaza me pidió algunas palabras para incluir en una traducción al italiano. Y surgió este breve texto: 


    A veces creo que fue una profunda necesidad de supervivencia lo que me llevó a escribir. Escribo desde siempre, en la escuela primaria fueron composiciones que leía en los actos patrios y luego en el secundario, reflexiones filosóficas que celebró mi profesor de religión.
   Hay dos escenas que parecen fundar un mito dentro de mi historia personal y las dos se vinculan.  La primera ocurre la noche en que mi abuela entra en la habitación para decirme que murió mamá, yo tenía cinco años y me quedé mirando la ventana oscura buscando algo que  supuse estaba allí. La segunda está enmarcada en el colegio durante el primer día de clases, veo a  la maestra blanca de pies a cabeza al lado de un pizarrón que hoy imagino inmenso: toda una negrura donde comenzaron a delinearse las palabras como si mágicamente  brotaran de las mangas del guardapolvo de la maestra. Las palabras blanquísimas emergieron de la negrura de pizarrones, ventanas, de la vida entera y me rescataron.
    Comencé escribiendo poesía en mi primera juventud. Armaba cuadernos escritos a máquina y los repartía. Lo seguí haciendo al ingresar en la universidad. Después vinieron años difíciles y la búsqueda me llevó a  profundizar en la poesía, insistí e insistí pero lo que surgía era fragmentario, desnutrido, afónico. Así se me impuso la narrativa y me dediqué a contar historias, lo hice durante treinta años.  Publiqué cuentos, novelas e  incluso literatura infantil,  hasta que de un modo bastante misterioso retomé la poesía  hace dos años y medio, pero con otra voz, una voz que había estado escondida en alguna parte de mí. Ahora  tengo la impresión de que la poesía ha desplazado a la narrativa pero en realidad ambas se enlazan, dialogan entre ellas: Las palabras saben lo que hacen, vinieron a rescatarme cuando era niña y lo siguieron haciendo hasta hoy.
                                                                                                                            2016



                                        

                    
 Sobre la función del arte en general    
  Al hacer arte creemos que le ponemos orden al caos. Pero no es así, el orden ya existe, lo único que hacemos es volver evidente o hacerlo visible para nosotros mismos. Entonces se podría pensar que el arte suma armonía a la armonía del universo o acaso la perfecciona, si es que eso es posible de alguna manera. También se me  ocurre que el arte nos recuerda una armonía que creímos olvidar pero que está allí, subyacente, plena.
                                                                                                                     2017


                                          

Sobre el estar escribiendo una novela
  Juan José  Saer dice que poesía es indagación y narrativa distribución.  He reflexionado alrededor de esa frase. No tengo dudas de que la escritura de poesía es indagación y sumaría concentración, pero ahora escribiendo un texto largo de narrativa, al que ya llamo “novela”,  noto que todo tiende al logro de una extensión. Configurar el universo pero ganando terreno como si ir sumando páginas fuese la primera conquista ineludible. He escrito mucha narrativa, ya soy una mujer grande. Pero esta escritura viene después de haber transitado por unos años la escritura concreta de poesía y algo cambió en mí, el oficio está, es como andar en bicicleta, el cuerpo te hace recorrer un camino que fue aceitado con el ejercicio arduo. Esta idea de la extensión me hace pensar en cierto modo en el vértigo de una velocidad, manejar el ritmo en la amplitud de una cantidad mayor de páginas es más complicado. Escribir novela plantea el desafío de ganar terreno y en esa extensión se va trazando la configuración.  Es un ir hacia fuera. Y el riesgo está, lógicamente, en caer en la anécdota, en la superficialidad, así como en riesgo en poesía es volverse críptico. Ya sabemos que cada propuesta o modalidad discursiva plantea sus propias ventajas y desventajas. Ganar extensión en un texto tiene algo imperialista, su expansividad me está asustando un poco. Hay una angurria que el texto plantea, por otra parte me siento cómoda en la extensión, soy sagitariana, tiendo  naturalmente al desborde. Extenderse en profundidad es el desafío, sin duda. Ese juego entre el ir ganando en superficie y a la vez punzando la profundidad es un reto interesante. Supongo que antes lo había percibido pero ahora me llama más la atención porque la escritura concentrada de la poesía lo puso sobre el tapete.
                                                         setiembre 2017


                                   

Publicado en la página "La infancia del procedimiento"
Para que comience a escribir primero tiene que surgir alguna manifestación de incomodidad entre mi persona y el mundo o esa vastedad de cosas y circunstancias que llamamos mundo. Luego es necesario que se produzca cierto toque en alguna zona íntima, la palabra viene a convertirse en un puente pero si no existe la tensión la palabra se alisa, se achata, se vuelve blanda finalmente. La tensión interna debe ser contenida para que el lenguaje vacile lo suficiente, vibre, se crispe un poco. Ese momento inicial es definitorio, marca el tono, el ritmo,  el enfoque. Hay que saber guardarlo, cobijarlo, sostenerlo y a la vez tener la capacidad de atravesarlo: la tensión está allí. 
En mi adolescencia estudié guitarra clásica, afinar las cuerdas para que los sonidos respondieran a una grafía musical me resulta una buena metáfora para el acto de escribir. El sonido  de la música y el color de una palabra no difieren demasiado entre sí. Se trata de encontrar una sintonía entre dos sistemas diferentes: el lenguaje con su monumentalidad y lo volátil de la vida. A veces voy llevando a cuestas una palabra que está sola, como arrancada del corpus,  poco a poco esa palabra se transforma en un germen que da pie al texto, sea poema o relato. Es la coloración de la palabra lo que me cautivó o lo que  ella me evoca sin que lo sepa completamente. Otras veces es una breve frase. Vienen solas estas palabras sin que las llame, sin que sea consciente de qué fue lo que las trajo hasta mí. Sin embargo están allí y me acompañan  transitoriamente para que después sean el inicio de un texto. En realidad yo vivo con las palabras, cohabito con ellas en cierto estado de exasperación porque siempre las estoy cazando, cultivando o acaparando, son mi material y mi obsesión.  Claro que  finalizada esta ardua iniciación llega la etapa del tachado, de la sustitución, del movimiento de las palabras en el espacio. Es un juego inquietante, ya sea que se trate de podar o de expandir, el acto de canjear es siempre un quehacer desparejo. El desafío reside en creer que es posible un canje justo. La clave está en el momento del origen que engarzó dos instancias aparentemente irresolubles: lo intangible de la vida con la densidad del lenguaje. 
Llevo la libretita conmigo y la infaltable lapicera. En mi casa hay papeles en unos cuantos lugares y están bien repartidos para que cuando ocurra ese cruce  fenomenal entre mi persona y el llamado mundo, las palabras no se retraigan. La blancura de los papeles es una buena invitación, también un reaseguro para este yo que persigue su lugar, su forma, su autoreconocimiento  y que descubrió en la escritura su vía de escape y de encuentro a la vez.  A veces me sorprende que mi poesía gire en torno a la definición siempre inacabada de un yo que se fractura, que se fuga, que se vuelve inasible. La duplicidad no puede resolverse pero merodearla o estar frente a ella en situación de asalto y  de constante indagación, sutura lo que se desintegra creando un orden que sólo la voz poética alcanza a rozar. Entre ese yo que habla y el mundo parece no haber contacto  aunque jueguen a los espejos hasta el cansancio. El mundo es una instancia de controversia sin la cual el yo no podría hablar. Ese dichoso mundo, lejos de ser un referente, se comporta como un adversario. El mundo me marca el pulso mientras mi interioridad se esfuerza por evitar que la escritura  sea un  simple eco. Es un diálogo sordo pero atrapante. Insisto: mi poesía intenta construir un orden reafirmando el  constante desvanecimiento que la vida le impone a cualquier clase de orden. La tensión se instala siempre entre ese yo quebrado y un mundo que no da cabida, que desdice, que desintegra la voz que busca alcanzar alguna forma. No casualmente el tiempo con  su cualidad cambiante, volátil, inapresable  se presenta como algo lleno de sustancia, como un objeto en sí mismo. La vida no hace más que deshacerse y el yo, gracias a la voz, encarna la fuerza que intenta capturar una fugacidad completamente incapturable.
Desde muy pequeña fue  para mí la voz humana, la voz teatral, la voz de las canciones, la de las conversaciones íntimas dentro de la casa, la de los intérpretes del tango la que me acercó a la literatura. Supongo que el tono confesional de mi poesía viene de allí. Que esas voces pudiesen amarrarse en la escritura fue un deslumbramiento infantil sin medida, y creo que aún conservo parte de ese asombro. Escribir entonces sería también captar los matices de una voz en sus mínimas inflexiones.  Me interesan los matices, las leves fluctuaciones, los detalles. Me gusta detenerme en lo casi insignificante para hacer de eso un acontecimiento de la mirada y de la voz poética, como si el mundo encerrara secretos que pasamos por alto y hubiera que ponerlos en primer plano para rescatarlos de alguna manera de su posible aniquilación. Allí está otra vez la lucha entre lo cambiante y lo que puede hacer perdurar algún sistema más o menos ordenado. De todos modos me sigue sorprendiendo en cada poema que escribo la necesidad angustiosa de ese yo por definirse. Es un merodeo continuo que  pretende abarcarlo desde cada uno de sus ángulos. De eso se trata, de  volver sobre lo mismo para ahondar en las posibilidades de comprensión. La variación no está en abrir nuevas ventanas sino en profundizar la mirada sobre un único paisaje. Allí ha quedado encerrado el misterio. En la segunda mirada se cuenta con la ventaja de un ojo entrenado ante esa vastedad que llamamos mundo y que, como ya sabemos, está repleta de suspicacias.

http://lainfanciadelprocedimiento.blogspot.com/2018/05/irma-verolin.html

                                         
Sobre el sentido de escribir:

  
 Por qué pensar que mis textos son más importantes que los de las otras personas. Escribo por necesidad, no por vanidad, encontré una manera de equilibrarme a través de este ejercicio que ya se hizo carne en mí, proyecto mis sombras en la página y no en los seres ni los acontecimientos, y en ese fascinante mecanismo de proyección encuentro un camino de visualización y de transmutación también. En definitiva el arte es eso: una forma de exorcizar los propios fantasmas y desde lo particular expresar una época, una cosmovisión del mundo a través de la configuración de una estética. Es el sentido del quehacer lo que me salva y no sus resultados. Si focalizara los resultados me saldría del eje de búsqueda de sentido, crearía una distancia entre mi quehacer cotidiano y un estado hipotético y esa distancia me devoraría, sería como  valorizar  mi propia vida  con parámetros ajenos. Hacer literatura es una de las formas más saludables que he encontrado. Y la agradezco cada día. Además sospecho que la literatura y el arte serán los grandes compañeros de mi vejez, esta vejez que se asoma en mí y que me retrotrae a la de mis abuelos, a la calidez de los últimos años de mis abuelos que aunque fue una de las etapas más duras de mi vida fue también una experiencia de sanación.
                                                                          Junio 2019
                                                   
Sobre la autoficción narrativa


En realidad no me autoficcionalizo en mis relatos, lo que hago con mi vida es encontrar un germen y por supuesto lo hago germinar, lo que resulta del relato parte de una vivencia que para que fructifique debe ser necesariamente deformada, transformada,  tergiversada, reconvertida. En realidad no soy para nada fiel a mi biografía sino que hago exactamente lo contrario: traicionarla. Es el hecho de cambiar la llamada “realidad” lo que me divierte, lo que me entretiene y, como la energía del divertirse es vivaz, lo que alimenta en verdad el aspecto creativo de mi ficción es la deformación de los acontecimientos. El acto de distorsionar, de hacer con una imagen lo que atrevidamente se animaron a hacer los cubistas en pintura y al mismo tiempo me interesa el matiz, la sutileza, el paulatino transformarse de los sucesos al modo en que los impresionistas aprendieron a captar los cambios de un paisaje. Sin la traición a las convenciones establecidas me aburriría mucho al escribir historias. Es como si yo misma me hiciese un guiño interiormente. Detrás de esto hay un planteo muy serio sobre lo que es la llamada “realidad”, como practicante del hinduismo no me tomo demasiado en serio los acontecimientos calificados de reales, salvo cuando me devoran mis propias emociones, pero en ese caso estamos frente a un desliz y de los deslices también se nutre la creación.

                                                                                  agosto 2019

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marzo 2021.


Ahora que llevo tantas y tantas décadas dedicada al oficio literario percibo que en el proceso de escritura, como en el de todo arte, hay una tensión entre lo automatizado y lo desautomatizado. La automatización llega con el dominio de la técnica que, una vez incorporada, es como haber aprendido a andar en bicicleta,  resulta necesario e importante arribar a este nivel porque se adquiere la soltura necesaria para que el aspecto desautomatizado o creativo propiamente dicho alcance fluidez. Me ha ocurrido que he escrito textos desde el oficio, meramente desde la técnica, novelas enteras para adultos y para niños que fueron descartadas. Es algo parecido a responder humanamente desde el ego  en vez desde nuestro ser interno. Si respondemos desde el ego se obtura la verdad, la comunicación genuina, el aprendizaje. Pero al mismo tiempo en el aspecto humano también hay una zona de lo incorporado: los valores sin los cuales todo se malograría. Nuevamente en la creación  artística se produce el inevitable juego de polaridades que existe en todo el Universo.

                                                                                                                         16-11-22