Estos cuentos son esencialmente clima, atmósfera, que va envolviendo
paulatinamente, con morosidad, si prisa, a los lectores. La autora nos lleva
así, de a poco, hasta un lugar preciso y donde una vibración aguda, una
inquietud profunda nos lleva a conmocionar.
Para lograrlo trabaja entre otras cosas -la ambigüedad, la puesta de
ambientes que rozan lo onírico, las preguntas que quedan sobrevolando el texto,
los contrarios. Como en un subibaja, en
permanente oscilación, aparecen y desaparecen las dos caras de las cosas… y la
idea de la incertidumbre oscila de continuo hasta llegar al lugar que se venía
perfilando.
Los detalles y lo cotidiano ponen foco en lo pequeño, y son esos
detalles, los que encuadran los relatos. Pero de golpe, en ese transcurrir
apacible, cotidiano, aparece un punto que nos lleva al otro lado de las cosas
como si nos mostrase el revés del mundo. El cimbronazo nos detiene, volvemos a
respirar y hurgamos la fisura, el agujero.
En el mundo de Verolín los padres son figuras lejanas, fantasmas que
sobrevuelan recuerdos….
Todo andamiaje de la vida se sostiene en las palabras, en las palabras
dichas y no dichas, supuestas o pensadas, elaboradas o comunes. Las palabras
son los testigos de que seguimos vivos, lo único que no se diluye cuando
Verolín sale a la cacería de si misma en estos cuentos en primera persona.
No se apelará a
historias extraordinarias ni “rutilantes”, sino que habrá “…un replegarse intenso
de los acontecimientos”, como esos movimientos geológicos –se agrega- que
originaron las altísimas montañas. En otras palabras, nada fuera de rutina pero
sí historias sólidas como montañas. Dicho repliegue intenso del acontecimiento
alude –creemos- al relato de raíz auto-referencial, a esa materia múltiple que
la experiencia aporta y que el oficio de la escritora transformará en ficción.
Ficción que en el caso de Irma Verolin obedece a un oficio narrativo largo y
sedimentado (dos libros de cuentos y una novela publicados, narrativa
infanto-juvenil e inéditos) que ha encontrado el tono exacto y la fluida voz
personal que da cuerpo a un libro que con toda justicia ha sido merecedor en
2008 del Premio Nacional Ciudad de El Colorado.
Su mirada se abre
interrogando a un espacio exterior que se evidencia como lo otro opuesto,
diferente al sujeto narrativo: el mundo que se despliega, puede ser tanto
devorado en forma de alimento: “la gente se devoraba el mundo mientras el mundo
se dejaba devorar”, como es posible en la misma línea imaginar una sucesión de
madres alimentando el mundo cuya solidez de pronto resulta carcomida y
perturbada por la muerte; un mundo que se percibe como espacio-escenario donde
la comedia humana h Algunos
cuentos crean climas hiperbólicos, destacan absurdos y ridículos que en
ocasiones alcanzan crescendos kafkianos abrá de jugarse hasta la muerte
La colección
culmina con el magistral relato Diario de la muerte de mi abuela, que va aún
más a fondo en este original registro. Aquí el tono refleja paciencia,
resignación, ironía. La ternura en la mirada: “…esa abuela arrugadita y evocativa…”,
de un renglón a otro puede transformarse en humor negro (“…enjaular y
desenjaular a la abuela, la nueva rutina que la muerte exige…”) o dibujar el
contorno de una caricatura: “…mi abuela que ya es una pajarita declarada…”.
“El
camino de los viajeros”- Ediciones
UNL. Santa Fe 2012. NOVELA
La particularidad de esta novela con respecto a la
escritura anterior quizá sea un corrimiento del escenario. De la casa y el
barrio porteño la narración se traslada a la frontera con el Brasil en la
provincia de Misiones y luego a una provincia del interior del país no
mencionada específicamente pero que resulta ser Córdoba. La ciudad de Buenos
Aires funciona como un espacio añorado siguiendo la tradición de una franja de
la línea narrativa creada por escritores de varias provincias del país, la gran
meca, la ciudad de los sueños, la pontificada y devoradora metrópolis portuaria.
El rasgo distintivo de esta novela es el trabajo con el tiempo y la voz de una
narradora que duda de la verosimilitud de su propio relato y juega con la
percepción y la evocación, una evocación construida a partir de un conjunto de
cartas recuperadas y de una imaginación desvirtuada por el paso de los años y
el abuso del alcohol. La novela obtuvo
un importante primer premio con un dinero significativo en dólares pero fue
publicada más de quince años después por la Universidad del
Litoral en la misma provincia donde se organizó el certamen que la dio como
ganadora.
RESEÑAS Y ABORDAJES CRÍTICOS DE "El camino de los viajeros"
Información editorial
“ La historia transcurre en la Argentina a
principios de la década del
ochenta, poco después de la guerra de
Malvinas, casi al el final de la
dictadura militar. Una joven pareja que
vive en la frontera al nordeste del país,
ahogada por una atmósfera
agobiante, recurre continuamente al recurso desesperado de huir bajo la forma
de un viaje. Viajes continuos que convierten la vida en una instancia
inapresable. El microclima, los pequeños
detalles, las sutiles observaciones de
la vida cotidiana en el monte misionero son interrumpidos por sucesos
inesperados o ajenos a lo ordinario que, a pesar de eso, no llegan a la
estridencia.
“El camino de los viajeros” es un relato construido en otra suerte de
frontera, la de la verdad y la mentira o la de los hechos innegables y la suposición. La ambigüedad de los hechos se va acrecentando a medida que avanza el relato
hasta convertirse en un rasgo
fundamental. Quien narra, en este caso, una mujer que evoca su propia vida en
el intento de descifrarla, probablemente no sea un testigo confiable, el tono
de su voz que oscila entre lo desapegado y lo melancólico, da cuenta de
una peculiar percepción de la
realidad. Irma Verolín creó una novela
en la que la vida, la memoria, la escritura
se presentan como un tránsito cargado de sentido aunque, como la mayoría
de las cosas, apenas puede ser rescatado de la imprecisión que supone formar parte del mundo.”
Inés Legarreta
“En medio de la selva
misionera, rodeados de gente de escasa o ninguna educación que profesan
creencias ancestrales (como la existencia de las entidades que habitan monte
adentro), una discusión teórico-política, trasladada de la urbe, servirá para
anular el silencio.
Hay un mapa, -marcado,
doblado, cuidado- , que será extendido infinidad de veces sobre la mesa, el
territorio de unión de dos personas que siempre huyen aunque no lo sepan o lo
nieguen. Siempre a un viaje sigue otro y, al tiempo, otro, para volver
finalmente a la frontera; ese lugar abarcador, que se nombra como monte, en
donde todo sucede, ha sucedido, sucederá en una especie de eterno presente. Por
esto y por lo anteriormente dicho el lector tiene la impresión de que los
protagonistas se acomodan mejor en el universo de Camus aunque discutan sobre
Sartre.
Está el monte.
Omnipresente. Una frontera viva, ominosa,- llena de gritos y animales
peligrosos-, que se traga todo y hay que detener a golpe de machete. Entonces
una época de la historia argentina se hace presente de manera sesgada, pero
inequívoca. Y los milicos con su carga de violencia casi natural.
….una historia que se va
componiendo desde el recuerdo de quien ya no es ni quiere ser la que fue. Y por
lo mismo duda sobre lo que escribió y escribe. De manera que al dudar sobre sí
misma toda la narración puede ponerse entre signos de interrogación para entrar
en terreno difuso, ambiguo; se
imponen entonces variaciones entre realidad y ficción, memoria y desmemoria,
lengua y habla; o sea, desde la primera línea del primer capítulo entramos de
lleno en terreno puramente literario. Pues esto – indagación literaria - y no otra cosa es la construcción de
esta excelente y desgarrada novela de Irma Verolín, cuya singularidad se da no
sólo en el tema sino- y sobre todo – en el tratamiento de la misma.
Los capítulos no decaen en
intensidad, en el rigor de los cuestionamientos, en el exquisito uso del
lenguaje y en la profundidad de las reflexiones – vitales, existenciales – que
se disparan desde los mínimos y cotidianos quehaceres, tales como pasar el
trapo sobre los muebles, doblar o desdoblar un mapa o los traqueteos de una
valija destartalada. Ideas, deseos, identidades, búsquedas, insatisfacciones,
todo resuena y produce eco en la sombra oscura de la frontera aunque ésta se
haya corrido – por el acontecer de los protagonistas – al centro del país.
En definitiva, una excelente
novela cuyo ritmo, brillo y profundidad no son comunes en la narrativa
argentina. Como tampoco lo es el original estilo de Irma Verolín, su autora.”
Carlos Roberto Morán
“Es lo elusivo, aquello que no se termina de decir
con total claridad, la “marca” de “El camino de los viajeros”, novela de la
argentina Irma Verolín, premiada en 1997 y que sin embargo debió esperar nada
menos que 15 años para ser editada. Una verdadera injusticia.
Y lo es porque Verolín aparece como una valiosa voz
en el panorama de la narrativa en castellano. Valiosa por su riqueza expresiva,
no por la estridencia, que elude en todo momento. La novela transcurre
centralmente en Misiones, en la frontera con Brasil, aunque también los
personajes –por ser muy viajeros- viven en otros puntos del extenso territorio
argentino, como Tilcara, en el norteño Jujuy. O en Córdoba. O en Buenos Aires.
Con todo, los sitios, el paisaje, la realidad
histórica (la historia transcurre en el tiempo final de la última dictadura
militar argentina, a comienzos de los ’80 del siglo pasado), de cierta manera
se diluyen ante la voz de la mujer que narra su vida y, centralmente, que
cuenta sus encuentros y desencuentros con Marcos, un médico de frontera.”
“Relato que además se puebla de fantasmas, nunca
totalmente explícitos, como tampoco resulta “explícito” el animal al que dan
cobijo y a la que ella llama “la criatura”. Un animal que reclama atención y
que de pronto se convierte en el centro de la casa. Un animal que también
termina separando a la pareja/despareja.”
“Esta
novela de tonos, de ambigüedades, de elusiones, reclama un lector atento y
dispuesto a integrarse a un juego en el que las anécdotas –que las hay- no
terminan tomando un primer plano protagónico, categórico. Me hubiera gustado un
mayor “ahincarse” en la historia de amor narrada. Pero Verolín tomó por otro
camino, en el que todo se dice a medias, en el que siempre queda más, para
contar.”
Carlos Antognazzi
“Hay, primero, una voz. Una voz que enuncia una historia
fragmentada, que procura asirla en un discurso solidario, sensible. Una voz
femenina que, como diría Barthes, desea la armonía de una historia que se
disgrega, inevitable, en mosaicos difusos. La voz desea recuperar un tiempo y
ordenarlo para poder comprender lo que ha ocurrido en ese pasado, quizás no tan
lejano…
… Los elementos con que cuenta Verolín son mínimos. Una
pareja, el monte, los viajes para buscar lo que llevan consigo en su propio
interior, un contexto de violencia que aparece en sordina, en segundo plano. Es
cierto que esta calma del discurso sólo puede funcionar, técnicamente hablando,
porque se trata de un recuerdo, de una evocación que la narradora hace desde la
distancia del tiempo transcurrido. Esa voz que se aísla de los hechos narrados
puede hacerlo porque no dice en el momento de los hechos sino años después,
cuando llevada por el deseo de contar esa historia pide a “Marcos” que le
fotocopie las cartas que le fue enviando para recuperar parte de lo vivido y
reconstruir los días en el monte. Pero las cartas son dichas, no aparecen en
primer plano. Todo queda supeditado a esa voz que teje y desteje con parsimonia
y que dice lo justo sin que necesariamente eso dicho sea del todo cierto o
comprensible para el lector, como el capítulo de la “criatura”, ser de cuatro
patas que ni Irene, ni Marcos, ni Verolín ni, evidentemente, el lector, pueden
saber de qué clase es…
En esa búsqueda que la protagonista
hace de una instancia pasada de su vida hay otro viaje, también. No sólo Irene
y Marcos viajan por la geografía ajada de un mapa que se va desgastando con el
tiempo hasta desaparecer y tener que reemplazarlo, sino que Irene, años después
de los hechos, “viaja” nuevamente desde la relectura de las cartas hacia ese
pasado para percibir en los pliegues y claroscuros de una selva y un cuerpo una
historia de amor, su propia historia, aquello que permanece por más tiempo que
transcurra. La Irene
que enuncia ya es otra, lo ha dicho explícitamente al principio de la novela,
pero hay algo que subsiste latiendo allí, secreto, misterioso, insondable, y
que sólo se puede recuperar desde las brumas a través de la praxis, desde el alborozo
siempre renovado de la escritura.
El mundo que
presenta Verolín en esta novela no es, seguramente, el real, biográfico, que
tiene que ver con las coordenadas de espacio y tiempo de una época arrasada por
los días, pero a la vez provoca en el lector un eco, una íntima sospecha de que
ese amor padecido hace tanto por Irene y Marcos, en el monte, ha trascendido y
se ha renovado en el largo y azaroso camino de los viajeros.”
Fuente:
Marta Ortiz
La narradora asume un yo
maduro que se esfuerza por asir de algún modo y comprender a la joven
protagonista de una historia en la que las palabras “viaje”, “frontera” y
“mundo” son ejes capitales de la trama. Esta mujer joven ha quedado lejos en el
tiempo, una pieza más en la suma de mujeres que componen a esta otra que
cuenta, la que en el presente narrativo “es”.
Se trata de un trabajo
laborioso y difícil, ya que quien hoy narra, no se reconoce en la mujer que
escribe las cartas; disociada de su versión joven, no existe puente que pueda
reunirlas. A pesar de los explícitos datos temporales (años ochenta en la Argentina, fines de la
dictadura militar, evidencia que crea un clima denso que lo contamina todo, que
no se ve pero se siente o se sugiere ) y espaciales (Tilcara, San Pedro, Buenos
Aires, Córdoba, entre otros), la novela recorre un tiempo interior que diluye
cualquier atisbo de certeza; abarca un largo cuestionamiento (a partir de los
hechos que se recuerdan y rearman, como quien intenta marcar o reconocer un
territorio propio a partir del cuerpo que es también memoria). El mundo,
para quien se siente extranjera, es inapresable, como lo es el monte
misionero, límite a todo intento de comprensión...
El “mundo”
también eje en esta trama, se articula como teatro, sucesión de tablados o
escenarios donde el destino del hombre se juega, sujeto a vaivenes erráticos.
Ante una relación difícil y a un mundo hostil, la posibilidad del “viaje”
brilla como llave mágica que precipita la huída, antídoto contra el peligro,
suspensión momentánea de la vida, de la memoria…
En El camino de los
viajeros todo cobra una dimensión metafórica: la frontera, el monte, el
viaje, el mundo, el alcohol, las sierras, los milicos. Nada es totalmente lo
que parece, detrás siempre hay algo más que no se explicita; hay límites
infranqueables. Existe un plano tangible y otro intangible: también los
fantasmas circulan a voluntad por estas páginas “habitaban la frontera de la
casa, estaban justo allí”. Todo dicho a partir de una voz que reflexiona,
indaga, se hamaca cómoda en el pensamiento paradójico, deconstruye para volver
a construir, las certezas siempre provisorias. Prosa limpia, sin artificios
inútiles, no exenta del humor necesario que distancia.
La línea que divide, el
límite, es aquí un leitmotiv; alude, de un modo u otro a una misma gran
frontera: la vulnerabilidad de la condición humana, que siempre reaparece
cuando queremos saber quiénes somos y adónde vamos. Tal certeza parece ser el
motor que impulsa a esta narradora-protagonista aplicada al rescate de sí misma
a partir de la escritura que recicla y alivia, posiblemente para “llenar
espacios y crear así una trama delicada y turbia que la sostenga.”
Fuente:
María Angélica González (ministra de Cultura de la
Pcia. De Santa Fe)
Estamos frente a un libro enormemente metafórico donde hay una cosa que
yo valoro enormemente que es… el viaje, hay un viaje, un montón de viajes reales
como explosiones, una pareja que sale al camino con un mapa viejo inventándose
la ruta. Un viaje como mirar pasar la vida, un viaje como arrastrar el cuerpo,
dice la novela a “a ras del suelo”, un viaje absolutamente corporal, un viaje
como movimiento, como la sensación de estar vivo cuando uno está quieto, está
clavado en la frontera o está clavado en algún otro lugar como era la dictadura
que estábamos como sujetos al miedo pero también al no escape pero también al
escape…
En esta
novela el viaje está presentado como explosión y se hace la diferencia, por
supuesto, entre viajero y turista…yo creo que el viaje no se desvía, como dice
Proust. Se detiene, se deja llevar por
caminos secundarios, y el turista va
exclusivamente donde lo llevan y esto se ha perfilado mucho más claro…
…Esta es la
historia de una mujer que tiene una serie de espejos donde desconfía. Donde más
desconfía es en las cartas que le escribió a su marido, donde no se ve ella
misma allí. Parecería que la escritura nunca se encuentra como espejo, que la
escritura jamás es espejo y que la
literatura que hacemos a través de las cartas nunca somos nosotros. Y que
entonces ¿Cuáles son los espejos? Y ella
hasta se llama como sus cartas dicen que se llama, Irene. Y ese Marcos, médico,
en el borde de San Pedro, en la frontera misionera, ese lugar donde viven
descarnadamente, lleno de fantasmas que me hicieron acordar a Bradbury que en
medio de la noche sale a matar la fantasía de un hombre de su mujer, sale a
matar la fantasía porque la ve sonriendo mientras duerme. Está llena de
aparecidos y desaparecidos, donde se mezcla la voluptuosidad del amor no tenido
en cuenta, el cuerpo sucio o engordado, las piernas largas de una mujer
fantasmática. Un montón de fantasmas de los amores del marido como verdaderos
aparecidos. Es la historia de una huida, de una fuga de una mujer de Buenos
Aires hacia la frontera y todavía le queda la frontera del monte y todavía le
quedan los viajes y una madre, la de él, entrometida, que le trae un mapa
demasiado plastificado, como el menemismo y dentro de ese mapa plastificado del
menemismo no tiene otra cosa que hacer que enclavarse, irse a Córdoba, tener
amigos y hacer experimentaciones de las que no ironizo. Al lado de la selva y de Quiroga y de la
tierra como algo que te traga y esas ganas de borrarse del mundo y no ser, eso
que te pone la dictadura, a ser a costa de no ser. Y sin embargo nada es
explícito, hay fantasmas y aparecidos, hay desaparecidos, hay un bicho o un
animal tomado como un hijo, que necesitan como un hijo, un animal que va a ser
feroz hasta que huye hacia el monte. La
huida, siempre la huida, la huida,
siempre la huida. No hay más exilio que
la huida, no hay donde quedarse hasta que cuando uno vuelve, vuelve a Córdoba a
enclavarse y a encontrar que los fantasmas son mujeres reales, que las mujeres
de piernas largas existen, que las cartas de amor existen, que son vulgares
como los folletines, sin desvirtuar al folletín al que amamos mucho, pero sin
esa cosa fantasmal, ella se queda en unos pocos viajes para desarmar lo que fue
una expectativa de huida, pero a la vez una expectativa de diálogo. Viajes como
conversación, desde Sartre hasta los laberintos del monte. El viaje como
conversación ininterrumpida. Y después está el viaje como silencio absoluto
donde se nombre nada porque si hubiera que nombrar algo sería la palabra “separación”. Entonces, los
fantasmas y el viaje del silencio: es la dictadura. El viaje como conversación
con uno mismo y con otro. El viaje como huida en auto sobre mapas viejos, sobre
rutas desamparadas. El viaje como frontera. El viaje como desperdiciarse a uno
mismo. El viaje como silencio para no nombrar la palabra “separarse” o
“desaparecer”. El viaje como reencuentro de las grandes ciudades que nos hacen
no más que urbanos, con las expectativas
cortitas de una generación que pensaba que no era su lugar Rosario, ni
Buenos Aires ni Córdoba, que de alguna manera teníamos que encontrar el mundo y
que los límites se tenían que caer. De todo esto habla Verolín en esta novela…
Todo ha sido
un discurrir de los espejos que la narradora no encuentra. Ocurre que nosotros
no somos nosotros, que en las cartas no somos nosotros, en los espejos no somos
nosotros. Y el espejo de la conversación está lleno de ficciones con el otro y
de silencios con el otro y de cosas guardadas. No se sabe de su familia nada.
No se sabe de dónde vino ni adónde va. Pero sí sabemos que se va aquietando la
novela como algo que circula, circula, circula, circula, que rueda, rueda,
rueda como en el laberinto, rueda, rueda en un centro y en un péndulo donde se
clava. No parece ser otra vida, parece que una se gasta la vida entera como
dice Marguerite Yourcenar en esos momentos y quién sabe qué será cuando una
llegue al centro. Muchos de los nuevos paradigmas hablan del centro como de
algo extraordinario, pero en la novela de ella y yo lo comparto justamente el
centro es de los poderosos, el centro es de los que simplifican y creen que se
puede hacer una vida divertida y elogiosa. El centro es lo único, el mundo de
la pluralidad y en el centro no está el cuerpo ni está la palabra ni siquiera
está el verdadero silencio.”
Fragmentos del
discurso de presentación de la novela en La Redonda- Santa Fe, 23-9-12
Jorge Paolantonio
"... Verolín hace que el lector se deslice por una narración en primera persona donde, con maestría, se evita la monotonía del "yo" a través de un desdoblamiento de la protagonista -Irene- que puede ser quien narra, quien escribe una carta. su fantasma, su reflejo espejado o "vivo" en un video. No hay oscuridad en el relato aunque el tempo narrativo se percibe en una especie de cámara lenta (y que recuerda el estilo de Clarice Lispector)..."
"... Podría resumirse el resultado de la historia en una frase temprana en la narración: "él aprendió a escuchar, ella aprendió a escribir". Pero "El camino de los viajeros" es mucho más que eso. La sensualidad de la palabra (por sobre lo corporal) supera los obstáculos que la protagonista debe sortear físicamente (víboras, "milicos", pozos, el alcohol) y revela en carne viva a esa mujer-niña. Irene se ve obligada a aprender que su mundo ya no será aquel donde una discusión o un disenso en lo ideológico podía costar una vida. Y en este juego de rechazos e identificaciones, crece una mujer madura dispuesta a encontrarse consigo misma"
octubre 1999.
El cuento que le da título al libro se aventura hacia la
aventura sexual, distante de las particularidades de un relato erótico parece
profundizar más en el aspecto psicológico y hasta metafísico, el desborde
sexual es semejante al cuento “Alimentos” del libro anterior en el que dejar de
comer se convierte en una empresa tan devoradora como aquí lo es la práctica
sexual. En ambos casos siempre se está
hablando además de otra cosa. El aporte literario está focalizado en la
búsqueda de un tono que se va modificando en cada cuento, desde una visión
ingenua que linda con lo pintoresco sin eludir el lirismo en “Pañuelitos”
a los matices paródicos y humorístico de
“Mujeres que hablan” pasando por la evocación crítica de “El muchacho del
revólver” o el recurso del distanciamiento que busca la intensificación del
efecto en “El tren”, el libro se plantea como una propuesta cuentística en el
sentido más literal en los lineamientos establecidos por el género.
Entrar en el universo de estos relatos supone abrirse a dos
variantes: dejarse llevar por el viaje o instalarse en el espacio de la casa
familiar, ámbito cerrado, a veces
opresivo, un vórtice que con frecuencia elige el patio, conexión entre el cielo y
la tierra, donde se cuela la intemperie y nacen las conversaciones. De algún modo, entonces, la casa es el punto
de partida de otra clase de viajes: el de la jaula de un canario que va y
viene, el movimiento de pañuelitos que cumplen inusitadas funciones o el pasaje
al otro lado en el que las leyes del mundo
han sido abolidas.
En los relatos en los que el viaje es el protagonista todo tiene un
toque irreal. Un avión arrasa con la
noción de tiempo cronológico mientras se dirige hacia la idealizada, mítica ciudad de New York, los
trenes superan su cualidad de vehículos, la pantalla de la computadora revela
una noticia impactante, la ausencia de
varias niñas invita a que se proyecten múltiples sucesos sobre un futuro
imaginario, una mujer en su
frenética travesía pretende llegar a algo más que un
lugar físico, como en el relato que le da título a este libro. Aquí el
viaje en tanto metáfora tiene el sello de lo utópico, de lo inapresable, pero
opera al modo de una brújula gracias
a la cual las historias se
despliegan, inquietantes, irónicas,
ambiguas, intensas.