A la luz de los años me sorprende que el libro que más
críticas obtuvo debido a que ganó el premio Emecé, la novela “El puño del tiempo”, haya sido
enclaustrada genéricamente en el molde de "realismo mágico". Me resulta difícil
no citar aquí a Alicia Steimberg que tuvo mucha prensa cuando obtuvo el Premio
Planeta, ella comentó a propósito de esa profusión de notas donde solía
aparecer su foto y la tapa del libro: “Es el premio el que obtiene la difusión
de prensa, no yo”. Obviamente a mí me cabe lo mismo e, incluso, magnificado.
Salvo la estupenda reseña publicada por Alicia Genovese en el diario Clarín
donde hace girar la historia de la novela en torno al recurso del chiste, nadie
estableció los para mí evidentes vínculos del trabajo de lenguaje con la parodia,
el pastiche y el kitsch. Y no sólo porque yo trabajé con antelación mi
propósito de encarar una novela de iniciación cruzándola con las diferentes
tradiciones literarias, alejándola de lo testimonial decimonónico sino porque
me parece muy visible que el trabajo con el refranero popular, con el habla de
los años cincuenta, con el trazado grotesco de los personajes y la mirada humorística sobre los comics
plantea una cuestión que no fue abordada para nada en la crítica. No deja de
sorprenderme además que se me haya vinculado con Isabel Allende, nada más alejado, ella
trabaja las historias, yo, el discurso. En cuanto a la aparición de elementos
mágicos debo decir que son recursos de la torcedura que es propia de mi
escritura, escritura que puede quebrantar los límites a través del humor, la
ironía, la ambigüedad o el rompimiento de la lógica de las leyes cotidianas.
Escapar a lo instituido como recurso estético es un planteo básico pero sin
perder el marco de un relato que se inscriba en cierta tradición del relato. Y
nuevamente, a la luz de los años también, me topo con la crítica del diario “La
voz del interior” de Córdoba donde alguien que firma con iniciales defenestra
un texto que claramente no comprendió. Puede interesar o no una propuesta estética
pero desgranar sus procedimientos es una tarea de la crítica que sí tuve la
fortuna de recibir por parte de Alicia Genovese y de prácticamente nadie más, a excepción de los tres jurados que volcaron una apreciación rápida y certera de la obra: Steimberg, Isidoro Blaistein y Antonio Dal Maseto. Para mí "El puño del tiempo" es una parodia de los géneros, del biográfico en principio, de la cultura popular con sus comics y sus refranes y del folklore que instauró el peronismo, no se puede abordar esta novela sin considerar que tiene una escritura al ras que va por los límites, el recurso paródico es fundamental para comprender el texto, es decir la mirada que va paralela a otro discurso y juega con él. Cuando la novela fue finalista del Planeta nos invitaron a escribir un texto que se publicó en el diario Página doce, yo hablé del grotesco criollo como pariente cercano de mi mirada estética y el grotesco es un cruce de géneros. En fin, el tema desde ya lo planteó Borges: la clave está en cómo leer.
3-7- 16
Sobre la práctica de los distintos géneros literarios
Estuve haciendo memoria: comencé escribiendo poesía y comencé
a participar en talleres literarios sobre poesía hasta que en 1979 se me
planteó el dilema al ir también al taller de narrativa de Liliana Heker.
Recuerdo como si fuera hoy que al cabo de asistir a unas cuantas reuniones y de
haber escrito un cuento que leí frente al grupo, le dije a Heker que dejaba de asistir a las reuniones de trabajo porque
iba a dedicarme a la poesía. Insistí en la escritura de poemas hasta 1984 y a
partir de allí no escribí más poesía. Me
dediqué completamente a la narrativa introduciendo en los libros conjunto de
textos que estaban más cerca de lo poético que de la prosa, pero fue como si
escapara de una cárcel para volver a ella.
Es extraño que me planteara una opción tan tajante. Los
poemas escritos en aquellos años no me convencían para nada, pero si
tengo en cuenta que garabateé mis primeros poemas en la facultad y repartí
hojas en carpetas en 1973 descubro que me dediqué diez años a la poesía para
abandonarla. Yo entonces buscaba transmitir algo que no terminaba de cobrar una
forma, mi paso por la narrativa fue la búsqueda de una forma instituida, lo más
compacta posible, necesitaba un orden para poder luego salir de él. Pero lo
sorprendente es que el trazado de ese orden me demandó treinta años. Volví a la
poesía como si despertara de un sueño. Ahora la escritura fluye, bueno, fluye
hasta cierto punto, pero el trabajo que hay
detrás se me presenta como un gran muro, o una pared de piedra que no puedo
derribar. Ya no me planteo la exclusividad con respecto a los géneros, supongo
que no sólo mi enfoque cambió si no que también la marca de los tiempos, la
entrada en una visión más integradora en todos los aspectos de la vida.
9-7-16
Texto leído durante la presentación de la novela "El camino de los viajeros"-
Ciudad de Santa Fe
¡
La novela es un universo extraño, está hecha con retazos de vida.
Se bambolea en nuestro interior haciendo chistidos hasta que aflora
tormentosamente y entonces se apodera de nosotros. Podría decir que escribir
una novela supone pasar por una etapa de
suspenso dentro de la vida misma. Se debe apagar el mundo para
establecer conexión con ese espacio nuevo con leyes propias que va cobrando
forma a veces a los ponchazos. Simbolizar la vida mediante la escritura de una
novela es paradojalmente una renuncia a permanecer en este sitio inconmensurable que llamamos mundo y soportar a la vez tener los dos
pies sobre la tierra. Entre estas dos tiranteces se escribe y esa dualidad que
está dentro de la palabra misma nos otorga durante la escritura dolor y goce al
mismo tiempo. Siempre me impresionó esta condición de la escritura que exige
que para hablar del mundo debamos huir de él, replegarnos, darle la espalda.
Ahora, si bien el cuento es un pequeño universo y el poema lo es de un modo más
absoluto, en algún sentido la novela se me presenta
como remedando al mundo material de una forma más simétrica. Quizá se trate de
un engaño, lo cierto es que probablemente por la extensión del género que demanda más trabajo artesanal y consume más hojas del calendario, durante la escritura de la novela me siento capturada
por el oficio de esa manera tan
tajante, tan incondicional. Quizá por
eso escribir se parece tanto al arte de aprender a nacer y morir continuamente
en un mismo gesto.
La novela “El camino de los viajeros” no es una
excepción. Fue escrita con retazos de vida, una vida que contemplada ahora
desde la larga perspectiva de los años, se me presenta más remota, no sólo
porque transcurrió en el siglo pasado sino porque el mundo ha dado tantos brincos en sus atropellados cambios que ya nadie se reconoce
hoy por hoy a sí mismo, sino porque la trama del relato se desarrolla la provincia de Misiones donde
entonces nosotros, los que nos refugiamos en aquel espacio, asegurábamos que ir a vivir allí suponía no
sólo atravesar un gran tramo de territorio sino también dar un salto
histórico. Se trataba de un mundo feudal
con mujeres escondidas detrás de una puerta de lata en una casa de madera que
se venía abajo y hombres sin dedos que trabajaban en el aserradero y hablaban una
lengua mitad castellana y mitad brasilera que ni los médicos de las frontera
podían comprender para darles un remedio en caso de necesidad, un mundo de
explotación humana y de miseria. Así que esta novela fue escrita gracias a los
saltos, los brincos, los manotazos de ahogado con la vida.
El tiempo y el espacio
no son entidades separadas, lo podemos
vivenciar a veces viajando, otras
veces realizando prácticas místicas y
siempre a través del arte. La escritura
es una buena elección para experimentarlo, aunque debo decir que
mientras se escribe una novela es cuando
se huele, se percibe a lo lejos esa sensación de que nada es lo que parece en
este universo material y eso gracias a
haber establecido una sana o perversa distancia respecto de él con el simple
(acto) hecho de escribir. Esta novela fue escrita con emoción y rigor en una
etapa de mi vida en la que aquellos retazos que sirvieron de base a la historia
no estaban aún tan desdibujados, tan
borroneados. El espacio del relato es una parte de la provincia de Misiones, aislado, en un lugar con un
sesenta por ciento de desnutrición infantil cuando nuestro país no era lo que
es hoy, a principios de los ochenta. Un país sin redes sociales en Internet,
sin teléfonos ni siquiera de línea en aquella zona, en el marco de un horror
como el que fue la última dictadura militar, ese es el duro mundo retratado en
esta novela, un mudo suavizado por la vivencia del paisaje subtropical, en el que el personaje que narra la historia en
primera persona encontró su peculiar manera de escapar, no escapó con los pies sino con la cabeza y
muy posiblemente quedó entrampado en su fuga.
Claro que se podría afirmar que escribir es siempre la historia de una
fuga, de una fuga que se convierte en
encuentro en este resbaladizo juego de
la escritura. Así como nos alejamos del mundo
de las cosas para encontrarnos
con él bajo la máscara que lo simboliza en la escritura, así nos
refugiamos en lo que somos y nos somos. No es raro que los escritores tengamos
mucho de locos. Esta clase de trastorno tal vez sea necesario en un mundo como
el de hoy. El arte quizá nos esté salvando de
algún otro mal que apenas sospechamos. El arte es un juego de espejos
donde la verdad se nos muestra en franjas recortadas, en zarpazos, en un simple
parpadeo, el lector la completa en parte, sólo en parte. El mundo es demasiado
grande y observar los fragmentos nos
salva, nos rescata de esa grandura. El arte es eso, volver pequeño por un rato
el tamaño desmesurado del mundo para comprenderlo a regañadientes, para que se
ajuste a la altura de nuestros ojos, así después estamos en mejores condiciones de alzar la
vista e introducirnos en nuestra vida cotidiana sin que nos devore
completamente porque algo, al menos hemos llegado a comprender. Igual que los niños que repiten montones de
veces un mismo juego hasta que el juego se convierte en verdad. Me pregunto una
vez más: Sin ese manotazo de ahogado que es el arte ¿Adónde iríamos a parar?
setiembre de 2012
Incluido en la página "El infinito viajar"
Con el correr de los años y la práctica del oficio en varios géneros, sea de narrativa, literatura infantil y hasta abordando alguna clase de discurso crítico y ni hablar de la poesía, he aprendido, no sin dolor, que la táctica básica es la del agricultor frente a la del cazador. Así, la palabra no debe ser “cazada”, capturada o atrapada en un acto brutal sino que es preciso verla germinar haciendo alarde de una paciencia que tal vez tenga únicamente para el ejercicio de este oficio y que, desde ya, me gustaría hacer extensiva a mi vida en general, yo, que soy ansiosa por naturaleza. La palabra establece sus pautas y si quiero un texto y no una mera redacción disfrazada de poema necesito interactuar con humildad. Aprendí a esperar y a observar lo que me sucede interiormente y luego, cuando eso intenta cobrar forma de palabra, me acostumbré a dejarlo estar en su ser intermedio sin imponerle pautas o definiciones previas. Mientras tanto la vida va por sus circuitos y los textos piden y piden más miradas.
El cuerpo ha sido para mi propia percepción un enigma y una instancia permanente de separación. Mi cuerpo me aleja de mi conciencia, se interpone entre el mundo y yo, agota mis fuerzas interiores, habla en su idioma indescifrable, siempre tiene hambre, tiene sed o sueño, siempre se queja de dolores a los que me cuesta encontrarle su causa, de modo que la palabra que soy yo misma, mi más profunda interioridad vive en estado de interrogación hacia él, mi cuerpo, que no curiosamente se homologa a ese otro gran misterio: el mundo. Son como dos mamparas entre las que estoy acorralada: cuerpo y mundo, pero de manera notable precisamente por eso, por la fricción que producen en mí, suelen ser el germen de una parte considerable de mis escrituras.
No me había ocurrido cuando me dedicaba casi exclusivamente a la narrativa, pero ahora que trabajo en forma continua la poesía descubro que el cuerpo en sus partes, en sus accidentes, en su ineludible presencia aparece en los poemas como si se hubiera colado imprevistamente. Así que la escritura, una vez más hace aflorar lo que esquivé con todas mis fuerzas, es como digo en algún poema: soy una testigo de identidad reservada. Ahora, nuevamente descubro que puedo hablar del acto de escribir de manera consciente o relativamente consciente, aunque aún no – con la lucidez que me gustaría- del cuerpo que está siempre allí, como un observador incómodo y entrometido que se desliza a resbalones en mi poesía.
Y sin embargo desde mi visión y mi experiencia en las terapias vibracionales sé que cada cuerpo diseña un mapa de la conciencia individual, es en alguna medida un delator, es antes que nada una revelación y en este sentido es perfectamente identificable con un texto literario. Ambos, el texto que escribí y mi cuerpo saben mucho más que yo, me muestran lo que yo antes no vi, tienen cierta cualidad de oráculo, aún así el lenguaje corporal me sigue resultando extraño y otra vez por lo inapresable está emparentado con los textos, no sólo por eso sino también por esa cohesión y esa ley propia en la que unas cuantas de mis decisiones casi nada pueden hacer la mayoría de las veces. Texto y cuerpo obedecen a la voluntad orgánica de su propia construcción. No por nada hemos acuñado las expresiones: “El cuerpo del texto” y “el lenguaje del cuerpo”. Mi cuerpo -lo sé, sí, lo sé porque lo he experimentado- es una suma de cuerpos y su matriz es invisible, la analogía con la escritura poética se desprende por sí sola: hay una superficie y hay una profundidad sin que exista límite discernible entre ambas, como en un sucesión de capas que se entrelazan unas con otras, la mayor parte del tiempo están rozando lo visible y lo tangible mientras la base generativa permanece inaccesible a la mirada. Así es que entre cuerpo y escritura existe sólo un desplazamiento, mi respiración le imprime ritmo a mis poemas, las secuencias con que vibran mis células producen la cadencia del texto, la tonalidad de mis pensamientos se cuela en la gramática y en el tenor de las palabras escogidas. Quizá esta continuidad que hay entre cuerpo y escritura sea la misma que se encuentra entre un átomo y una galaxia, es probable también que la distancia sea la misma o que incluso no exista distancia alguna. En esta relación inabarcable de correspondencia el misterio parece ser la primera de todas las respuestas. Ahora- al menos eso es lo que creo- en el momento de escribir mi cuerpo no existe, es como si la escritura lo aboliera, la palabra lo vuelve transparente con su opacidad.
http://elinfinitoviajar.blogspot.com.ar/2016/07/irma-verolin.html 24-7-16
Sobre el escribir poesía y narrativa
Juan José Saer dice que la poesía es indagación y la narrativa distribución. La frase me sigue dando vueltas. Por el momento tengo la sensación de que
la poesía es un acontecimiento. La narrativa es una construcción.
El acontecimiento tiene su impronta la que inevitablemente se impone, la construcción nos pide una
colaboración más consciente. Escribir poesía es algo parecido a nadar. Nadar en
el mar, aceptando el movimiento de las olas.
Con la poesía se comulga, con la narrativa se
es cómplice o testigo, hay algo más a actuar como un espía en
el lector de narrativa, quien lee poesía en cambio tiene que participar mucho
más con el alma, las emociones. Yo diría que en el lector de poesía o el cultor
de poesía hay un gesto de devocionalidad.
La
poesía pone en emergencia el lenguaje, nos conecta con el ser, con el propio
sentido de existencia. Y ahí la cosa se vuelve peliaguda. La palabra se aleja
mucho más de su funcionalidad y se convierte en objeto, esa independencia de la
palabra a veces lastima.
¿Cuándo
se pone en emergencia el lenguaje qué otra cosa más se pone en emergencia? Una
misma como persona en forma integral. La palabra poética nos pone a nosotros mismos en tela de juicio. O mejor
dicho a nuestro consolidado ordenamiento interno.
En
tanto devocionalidad con respecto a la poesía habría que pensar por qué tiene
ese ingrediente religioso. Lo religioso es la fe. Salirse de la racionalidad,
de la lógica de un lenguaje más unívoco o lineal.
2015
Marcela Filippi Plaza me pidió algunas palabras para incluir en una traducción al italiano. Y surgió este breve texto:
A veces creo que fue una profunda necesidad
de supervivencia lo que me llevó a escribir. Escribo desde siempre, en la
escuela primaria fueron composiciones que leía en los actos patrios y luego en
el secundario, reflexiones filosóficas que celebró mi profesor de religión.
Hay dos escenas que parecen fundar un mito
dentro de mi historia personal y las dos se vinculan. La primera ocurre la noche en que mi abuela
entra en la habitación para decirme que murió mamá, yo tenía cinco años y me
quedé mirando la ventana oscura buscando algo que supuse estaba allí. La segunda está enmarcada
en el colegio durante el primer día de clases, veo a la maestra blanca de pies a cabeza al lado de
un pizarrón que hoy imagino inmenso: toda una negrura donde comenzaron a delinearse
las palabras como si mágicamente brotaran de las mangas del guardapolvo de la
maestra. Las palabras blanquísimas emergieron de la negrura de pizarrones,
ventanas, de la vida entera y me rescataron.
Comencé escribiendo poesía en mi primera juventud.
Armaba cuadernos escritos a máquina y los repartía. Lo seguí haciendo al
ingresar en la universidad. Después vinieron años difíciles y la búsqueda me
llevó a profundizar en la poesía,
insistí e insistí pero lo que surgía era fragmentario, desnutrido, afónico. Así
se me impuso la narrativa y me dediqué a contar historias, lo hice durante
treinta años. Publiqué cuentos, novelas
e incluso literatura infantil, hasta que de un modo bastante misterioso
retomé la poesía hace dos años y medio, pero
con otra voz, una voz que había estado escondida en alguna parte de mí. Ahora tengo la impresión de que la poesía ha desplazado
a la narrativa pero en realidad ambas se enlazan, dialogan entre ellas: Las
palabras saben lo que hacen, vinieron a rescatarme cuando era niña y lo siguieron
haciendo hasta hoy.
2016
Sobre la función del arte en general
Al
hacer arte creemos que le ponemos orden al caos. Pero no es así, el orden ya
existe, lo único que hacemos es volver evidente o hacerlo visible para nosotros
mismos. Entonces se podría pensar que el arte suma armonía a la armonía del
universo o acaso la perfecciona, si es que eso es posible de alguna manera.
También se me ocurre que el arte nos
recuerda una armonía que creímos olvidar pero que está allí, subyacente, plena.
2017
Sobre el estar escribiendo una novela
Juan José Saer dice que poesía es indagación y
narrativa distribución. He reflexionado
alrededor de esa frase. No tengo dudas de que la escritura de poesía es indagación
y sumaría concentración, pero ahora escribiendo un texto largo de narrativa, al
que ya llamo “novela”, noto que todo
tiende al logro de una extensión. Configurar el universo pero ganando terreno
como si ir sumando páginas fuese la primera conquista ineludible. He escrito
mucha narrativa, ya soy una mujer grande. Pero esta escritura viene después de
haber transitado por unos años la escritura concreta de poesía y algo cambió en
mí, el oficio está, es como andar en bicicleta, el cuerpo te hace recorrer un
camino que fue aceitado con el ejercicio arduo. Esta idea de la extensión me
hace pensar en cierto modo en el vértigo de una velocidad, manejar el ritmo en la amplitud de una cantidad mayor de páginas es más complicado. Escribir novela plantea el desafío de ganar terreno y en esa
extensión se va trazando la configuración.
Es un ir hacia fuera. Y el riesgo está, lógicamente, en caer en la
anécdota, en la superficialidad, así como en riesgo en poesía es volverse
críptico. Ya sabemos que cada propuesta o modalidad discursiva plantea sus
propias ventajas y desventajas. Ganar extensión en un texto tiene algo imperialista, su
expansividad me está asustando un poco. Hay una angurria que el texto plantea,
por otra parte me siento cómoda en la extensión, soy sagitariana, tiendo naturalmente al desborde. Extenderse en
profundidad es el desafío, sin duda. Ese juego entre el ir ganando en superficie
y a la vez punzando la profundidad es un reto interesante. Supongo que antes lo
había percibido pero ahora me llama más la atención porque la escritura
concentrada de la poesía lo puso sobre el tapete.
setiembre 2017
Publicado en la página "La infancia del procedimiento"
Para que comience a escribir primero tiene que surgir alguna manifestación de incomodidad entre mi persona y el mundo o esa vastedad de cosas y circunstancias que llamamos mundo. Luego es necesario que se produzca cierto toque en alguna zona íntima, la palabra viene a convertirse en un puente pero si no existe la tensión la palabra se alisa, se achata, se vuelve blanda finalmente. La tensión interna debe ser contenida para que el lenguaje vacile lo suficiente, vibre, se crispe un poco. Ese momento inicial es definitorio, marca el tono, el ritmo, el enfoque. Hay que saber guardarlo, cobijarlo, sostenerlo y a la vez tener la capacidad de atravesarlo: la tensión está allí.
En mi adolescencia estudié guitarra clásica, afinar las cuerdas para que los sonidos respondieran a una grafía musical me resulta una buena metáfora para el acto de escribir. El sonido de la música y el color de una palabra no difieren demasiado entre sí. Se trata de encontrar una sintonía entre dos sistemas diferentes: el lenguaje con su monumentalidad y lo volátil de la vida. A veces voy llevando a cuestas una palabra que está sola, como arrancada del corpus, poco a poco esa palabra se transforma en un germen que da pie al texto, sea poema o relato. Es la coloración de la palabra lo que me cautivó o lo que ella me evoca sin que lo sepa completamente. Otras veces es una breve frase. Vienen solas estas palabras sin que las llame, sin que sea consciente de qué fue lo que las trajo hasta mí. Sin embargo están allí y me acompañan transitoriamente para que después sean el inicio de un texto. En realidad yo vivo con las palabras, cohabito con ellas en cierto estado de exasperación porque siempre las estoy cazando, cultivando o acaparando, son mi material y mi obsesión. Claro que finalizada esta ardua iniciación llega la etapa del tachado, de la sustitución, del movimiento de las palabras en el espacio. Es un juego inquietante, ya sea que se trate de podar o de expandir, el acto de canjear es siempre un quehacer desparejo. El desafío reside en creer que es posible un canje justo. La clave está en el momento del origen que engarzó dos instancias aparentemente irresolubles: lo intangible de la vida con la densidad del lenguaje.
Llevo la libretita conmigo y la infaltable lapicera. En mi casa hay papeles en unos cuantos lugares y están bien repartidos para que cuando ocurra ese cruce fenomenal entre mi persona y el llamado mundo, las palabras no se retraigan. La blancura de los papeles es una buena invitación, también un reaseguro para este yo que persigue su lugar, su forma, su autoreconocimiento y que descubrió en la escritura su vía de escape y de encuentro a la vez. A veces me sorprende que mi poesía gire en torno a la definición siempre inacabada de un yo que se fractura, que se fuga, que se vuelve inasible. La duplicidad no puede resolverse pero merodearla o estar frente a ella en situación de asalto y de constante indagación, sutura lo que se desintegra creando un orden que sólo la voz poética alcanza a rozar. Entre ese yo que habla y el mundo parece no haber contacto aunque jueguen a los espejos hasta el cansancio. El mundo es una instancia de controversia sin la cual el yo no podría hablar. Ese dichoso mundo, lejos de ser un referente, se comporta como un adversario. El mundo me marca el pulso mientras mi interioridad se esfuerza por evitar que la escritura sea un simple eco. Es un diálogo sordo pero atrapante. Insisto: mi poesía intenta construir un orden reafirmando el constante desvanecimiento que la vida le impone a cualquier clase de orden. La tensión se instala siempre entre ese yo quebrado y un mundo que no da cabida, que desdice, que desintegra la voz que busca alcanzar alguna forma. No casualmente el tiempo con su cualidad cambiante, volátil, inapresable se presenta como algo lleno de sustancia, como un objeto en sí mismo. La vida no hace más que deshacerse y el yo, gracias a la voz, encarna la fuerza que intenta capturar una fugacidad completamente incapturable.
Desde muy pequeña fue para mí la voz humana, la voz teatral, la voz de las canciones, la de las conversaciones íntimas dentro de la casa, la de los intérpretes del tango la que me acercó a la literatura. Supongo que el tono confesional de mi poesía viene de allí. Que esas voces pudiesen amarrarse en la escritura fue un deslumbramiento infantil sin medida, y creo que aún conservo parte de ese asombro. Escribir entonces sería también captar los matices de una voz en sus mínimas inflexiones. Me interesan los matices, las leves fluctuaciones, los detalles. Me gusta detenerme en lo casi insignificante para hacer de eso un acontecimiento de la mirada y de la voz poética, como si el mundo encerrara secretos que pasamos por alto y hubiera que ponerlos en primer plano para rescatarlos de alguna manera de su posible aniquilación. Allí está otra vez la lucha entre lo cambiante y lo que puede hacer perdurar algún sistema más o menos ordenado. De todos modos me sigue sorprendiendo en cada poema que escribo la necesidad angustiosa de ese yo por definirse. Es un merodeo continuo que pretende abarcarlo desde cada uno de sus ángulos. De eso se trata, de volver sobre lo mismo para ahondar en las posibilidades de comprensión. La variación no está en abrir nuevas ventanas sino en profundizar la mirada sobre un único paisaje. Allí ha quedado encerrado el misterio. En la segunda mirada se cuenta con la ventaja de un ojo entrenado ante esa vastedad que llamamos mundo y que, como ya sabemos, está repleta de suspicacias.
http://lainfanciadelprocedimiento.blogspot.com/2018/05/irma-verolin.html
Sobre el sentido de escribir:
Por qué pensar que
mis textos son más importantes que los de las otras personas. Escribo por
necesidad, no por vanidad, encontré una manera de equilibrarme a través de este
ejercicio que ya se hizo carne en mí, proyecto mis sombras en la página y no en
los seres ni los acontecimientos, y en ese fascinante mecanismo de proyección
encuentro un camino de visualización y de transmutación también. En definitiva
el arte es eso: una forma de exorcizar los propios fantasmas y desde lo
particular expresar una época, una cosmovisión del mundo a través de la
configuración de una estética. Es el sentido del quehacer lo que me salva y no
sus resultados. Si focalizara los resultados me saldría del eje de búsqueda de
sentido, crearía una distancia entre mi quehacer cotidiano y un estado hipotético
y esa distancia me devoraría, sería como valorizar mi propia vida con parámetros ajenos. Hacer literatura es una de las formas más
saludables que he encontrado. Y la agradezco cada día. Además sospecho que la
literatura y el arte serán los grandes compañeros de mi vejez, esta vejez que
se asoma en mí y que me retrotrae a la de mis abuelos, a la calidez de los últimos
años de mis abuelos que aunque fue una de las etapas más duras de mi vida fue
también una experiencia de sanación.
Junio 2019
Sobre la autoficción narrativa
En realidad no me autoficcionalizo en
mis relatos, lo que hago con mi vida es encontrar un germen y por supuesto lo
hago germinar, lo que resulta del relato parte de una vivencia que para que
fructifique debe ser necesariamente deformada, transformada, tergiversada,
reconvertida. En realidad no soy para nada fiel a mi biografía sino que hago
exactamente lo contrario: traicionarla. Es el hecho de cambiar la llamada “realidad”
lo que me divierte, lo que me entretiene y, como la energía del divertirse es
vivaz, lo que alimenta en verdad el aspecto creativo de mi ficción es la
deformación de los acontecimientos. El acto de distorsionar, de hacer con una
imagen lo que atrevidamente se animaron a hacer los cubistas en pintura y al
mismo tiempo me interesa el matiz, la sutileza, el paulatino transformarse de
los sucesos al modo en que los impresionistas aprendieron a captar los cambios de
un paisaje. Sin la traición a las convenciones establecidas me aburriría mucho
al escribir historias. Es como si yo misma me hiciese un guiño interiormente.
Detrás de esto hay un planteo muy serio sobre lo que es la llamada “realidad”,
como practicante del hinduismo no me tomo demasiado en serio los
acontecimientos calificados de reales, salvo cuando me devoran mis propias
emociones, pero en ese caso estamos frente a un desliz y de los deslices también
se nutre la creación.
agosto 2019
.................................... marzo 2021.
Ahora que llevo tantas y tantas décadas
dedicada al oficio literario percibo que en el proceso de escritura, como
en el de todo arte, hay una tensión entre lo automatizado y lo desautomatizado.
La automatización llega con el dominio de la técnica que, una vez incorporada,
es como haber aprendido a andar en bicicleta, resulta necesario e importante arribar a este
nivel porque se adquiere la soltura necesaria para que el aspecto
desautomatizado o creativo propiamente dicho alcance fluidez. Me ha ocurrido
que he escrito textos desde el oficio, meramente desde la técnica, novelas
enteras para adultos y para niños que fueron descartadas. Es algo parecido a
responder humanamente desde el ego en
vez desde nuestro ser interno. Si respondemos desde el ego se obtura la verdad,
la comunicación genuina, el aprendizaje. Pero al mismo tiempo en el aspecto
humano también hay una zona de lo incorporado: los valores sin los cuales todo
se malograría. Nuevamente en la creación artística se produce el inevitable juego de
polaridades que existe en todo el Universo.
16-11-22