Uno de los tres textos en prosa que forma parte del libro de poemas "De madrugada"
Publicado en El litoral de Santa Fe. 19 de diciembre 2009-
/del libro "Una luz que encandila"
Hay una enorme pared que ocupa
toda la manzana. Una alta pared. Un paredón, me corrige mamá. Esto es un
paredón, me aclara otra vez y con el brazo que está suelto, el del otro lado,
hace un ademán muy amplio señalando la pared, abarcándola, alimentando el aire
con el movimiento de ese único brazo. Su mano, la que aprisiona mi propia mano,
es cálida. Hace frío en esta calle donde sólo nosotras caminamos. Caminamos y
caminamos a lo largo del extendido paredón. Venimos a comprar un par de
zapatos, un par de zapatos, sí, repite mi madre porque la fábrica hoy vende
ofertas y la marca es buena y yo necesito zapatos, insiste mi madre, un buen
par de zapatos son imprescindibles para una niña como yo que el año que viene comenzará
la escuela. Desde hace días mi madre habla de aquel momento fulgurante en el
que yo iré por primera vez a la
escuela. Ahora ella me habla de la
escuela y yo imagino que es un lugar blanco plagado de pizarrones negros que es
preciso limpiar con trapos húmedos y me cuenta que en esa escuela hay una
campana que reluce en un dorado que muchos dorados quisieran tener. La campana
suena, esa campana será la que marque el ritmo de mi vida. La escuela, un lugar
absolutamente blanco con una campana dorada y pizarrones que dan cansancio
limpiar. Mientras caminamos a lo largo del paredón, la escuela se convierte en
un punto iridiscente que pretende hincarse en mi
memoria, pero enseguida desaparece y ni siquiera un punto es, no es nada, una
palabra que el aire lleva hacia quién sabe qué lugares de esta inhóspita calle
que nos ve caminando a mamá y a mí. Un par de zapatos nuevos, eso venimos a
buscar, y deberán ser negros y tal vez tengan una hebilla al costado o quizá
cordones y entonces todo estará muy
bien. Pero yo necesito ya mismo ese par de zapatos, sin ellos qué será de mí.
Sólidos, de suela gruesa, batallantes, expresivos y lo maravilloso de los
zapatos -me da a entender mamá-es que vienen juntos, nunca solos, serán dos,
dos zapatos conformando la maravilla de lo que
comúnmente se llama “un par”.
Claridades, en el fondo de la calle unos revoltijos
de luz, parece que una mano invisible estuviera oscilando y oscilando, lejos,
allá adelante.
El paredón tiene un color indefinido que va
cambiando, que se transfigura por los requiebros de la luz que surge desde un
fondo, una luz teatral, engañosa, una luz que le hace de tanto en tanto
entrecerrar los ojos a mamá que sigue hablando de los zapatos negros que vamos
a comprar con un tono cansado de voz. Con esos zapatos nada malo podrá pasarte
en la vida, dice, cuando yo ya no esté.
Me gustaría ver sus ojos, pero ella es más alta que yo y la luz nos molesta y
casi se ha vuelto blanca la calle como si fuera una escuela y el paredón,
inmutable al costado, imperecedero y yo todavía sin zapatos.
"Escrito a orillas del río Chitravati"- Revista "Letras de Buenos Aires"- marzo 2000- Número 45 - Edición impresa
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De "Las pálidas matronas", que integra el libro "La escalera del patio gris"
Nada podía leerse en
sus ojos de un color marrón muy fuerte; sin embargo estoy segura de que en el
fondo no había en ella ninguna fortaleza. Se llamaba Adoratrice y era italiana
y lánguida, tan pero tan lánguida que sus palabras parecían partirse y partirse
y partirse antes de llegar a nosotras.
-Bon giorno, ragazze,
come va?- su voz se hacía hilachas en el aire.
Nosotras, que
estábamos vestidas de un azul muy azul, la saludábamos bajando el tono hasta el
nivel insospechado del murmullo, no fuera cuestión de que nuestras palabras
rebotaran en aquellos ojos sin historia. ¿O es que acaso era ella la que temía
que el sonido de su voz pudiera herirnos? Poverina suore Adoratrice. Su voz era
una voz de mica. La menor frase imprudente, que alguien fuera capaz de decir,
la mataría, seguro, de un susto, Sin duda estaba hecha de astillas su voz.
Adoratrice era pálida, de ojos amplios y le quedaba tan grande el hábito
que no se le veían los pies ni las palmas de las manos. Y, para mal de males,
pretendía enseñarnos física. Yo, que comúnmente me sentada en el último banco,
entre la pared trasera y un horizonte de cabezas con moños azules, la divisaba
allí adelante, negro sobre negro, y escuchaba su voz escuálida. Pobre
Adoratrice, cuando pronunciaba palabras consistente como “polea” o
“dínamo” nadie podía sacarme de la cabeza que, en el momento menos pensado, el
mundo iba a desbaratarse bajo nuestros pies.
**************
ELLAS TENÍAN SUS CABEZAS ALBOROTADAS
Todas la mujeres de mi familia tuvieron el cutis blanco, muy pálido, las uñas
comidas y un tapado de invierno comprado en la liquidación del año anterior.
Algunas llegaron hasta sexto grado ensanchando un único guardapolvo con sus
iniciales bordadas sobre el pecho y los puños gastados, que terminó
acartonándose por el exceso de almidón. De ellas quedan fotos y chimentos ,
alguna que otra frase suelta acuñada en sobremesas de domingo y carpetitas
tejidas al croché y manualidades y unos cuantos cuadernos con versos rimados.
Todas ellas ahora se asoman al abismo, comparecen ante el gran agujero de este
patio que se columpia en el aire, por eso sus cabezas cuelgan del aire sobre la
cima de la pared medianera y veo sus melenas teñidas, sus hebillitas de carey,
los reflejos dorados de bucles antiquísimos; son cabezas acostumbradas a
aquellas tijeras de enrular, vueltas de repente al infrarrojo o aquellos
ruleros que parecían cortinas metálicas antimosquitos que alguien había
retorcido de mala gana, cabezas que se acostumbraron también a las permanentes
o a los estiramientos, a un matizador que les cubría las canas de azul, a que
el viento de las terrazas a la hora de destender la ropa las alborotada, a
permanecer entre el calor de la cocina y el gris transparente del fogón fregado
año tras año, mientras la luz y los murmullos atravesaban las cortinas de voile
año tras año. Y los años se van, dicen las cabezas que se asoman detrás de la
pared medianera y se alzan dos cejas y una sola mano se apoya sobre una
mejilla. Sí, los años se fueron para dejarnos esos abalorios que
comúnmente saca a relucir el tiempo una vez que se ha ido. El tiempo ese
otra gran patio, ese abismo.
**************
AGUA JABONOSA
Las señoras vecinas de la cuadra de mi casa se dedican, todos los santos días del año, a baldear sus veredas. Entonces todos los santos días los cordones de la calle se inundan y corre el agua jabonosa llena de pompas, burbujas con colores tornasolados, efervescencias, espuma de mar. Después las señoras se juntan en la esquina, escoba en mano y, con voces muy altas y hablando todas al mismo tiempo, se dan la razón una a otras para convencerse, de una vez y para siempre, de que el mundo, desde su más remotos comienzos, ha sido como ellas se lo han figurado; ni más ni menos. Mientras tanto el agua jabonosa se resbala por las grietas del empedrado y hay nubes por el cielo y un aire transparente, transparente.
**************
OTRA VEZ LA POLLERA DE MAMÁ
El ancho ruedo de la pollera de mamá se eleva, se eleva en un vuelo sorprendente. Y elevándose pajarea como palabras. Plena, se alza, la alta pollera de mamá del otro lado de la historia, en la orilla de la ventana donde la ojerosa muerte se desnuda. Con la corriente del aire se alza plena la pollera de mamá, mostrando males menores entre sus piernas, vuela, pajarea.
Publicado en El litoral de Santa Fe. 19 de diciembre 2009-
Edición del Sábado 19 de diciembre de 2009
Edición completa del día
Por Irma Verolín
22
Afilar la memoria como si se le sacara punta a un lápiz, día tras día, noche tras noche. A fuerza de no contar con otra cosa, de acercarse a la muerte sin demasiado cuidado, es preciso avivar lo acontecido. Eso hace mi abuela. Y usa no sólo su cabeza sino su voz, su voz de pajarita en un departamento de Villa Crespo. Le gusta escucharse a sí misma repitiendo lo que ya sabemos, lo que ella misma repitió ayer y anteayer y la semana pasada. Necesita convencerse de que tuvo una vida. Dice la palabra “yo” y eso la regocija. ¿Hay alguien detrás de la palabra “yo”? Mi abuela golpea y golpea una puerta con sus palabras para ver si la puerta se abre. La puerta queda entornada y del otro lado circula el viento, el viento proverbial que teje las palabras. Sólo palabras. ¿Es eso la vida? ¿Estamos hechas de viento y no de tierra y agua como dice la Biblia? Y el fuego está lejos, muy lejos, está en el sol que ya no se puede mirar, porque lastima los ojos. Lejos viento y sol, tierra y agua dentro de un libro y luego esto, la vida misma, hecha y deshecha, nada entre las manos, palabras.
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MUCHOS DÍAS FELICES
Irma Verolín
La felicidad es la silueta de mi madre bajando la escalera tres días
antes de morir, la felicidad es nada más y suficiente una escalera que
puedo transitar yo, que tengo apenas cinco años y dos piernas y
también estos ojos que ven a mi madre descendiendo esa vieja escalera
de pórtland delante de mí. La pollera de mi madre flota, se
desvanece en el aire, juega para que yo la vea, baila, es amplia
aunque el tiempo no alcance y el eco de cada pie al rozar los
escalones me repercuta entre las sienes. Sí, la felicidad es una
escalera larga, muy larga con una madre que va y viene dejándose
llevar por un aire que ya se sacude en la terraza y nos abraza a las
dos en este descender hacia ninguna parte porque el patio, allá abajo,
es únicamente ese sitio donde tres días después mamá ya no estará.
Nadie puede sacarme de la cabeza que las escaleras deberían ser
circulares, deberían imitar el remolino de las galaxias o el zarandeo
de una cuchara dentro de la copa de leche, me dejo llevar por su recta
y empinada arquitectura siempre detrás de mamá o una pollera
desenredándose en el aire que promete ser viento de un instante a
otro. Faltan tres días, sólo tres días para que la felicidad deje de
estar viva y se convierta de una vez por todas en una triste palabra.
Después la escribiré con mi lapicera de pluma cucharita, en la
escuela, sentada en el pupitre de madera, cuando mamá no esté, cuando
el patio se deforme y pierda sus contornos y la escalera se olvide del
vaivén de polleras, deslizamientos, pasos y de la engullida felicidad.
antes de morir, la felicidad es nada más y suficiente una escalera que
puedo transitar yo, que tengo apenas cinco años y dos piernas y
también estos ojos que ven a mi madre descendiendo esa vieja escalera
de pórtland delante de mí. La pollera de mi madre flota, se
desvanece en el aire, juega para que yo la vea, baila, es amplia
aunque el tiempo no alcance y el eco de cada pie al rozar los
escalones me repercuta entre las sienes. Sí, la felicidad es una
escalera larga, muy larga con una madre que va y viene dejándose
llevar por un aire que ya se sacude en la terraza y nos abraza a las
dos en este descender hacia ninguna parte porque el patio, allá abajo,
es únicamente ese sitio donde tres días después mamá ya no estará.
Nadie puede sacarme de la cabeza que las escaleras deberían ser
circulares, deberían imitar el remolino de las galaxias o el zarandeo
de una cuchara dentro de la copa de leche, me dejo llevar por su recta
y empinada arquitectura siempre detrás de mamá o una pollera
desenredándose en el aire que promete ser viento de un instante a
otro. Faltan tres días, sólo tres días para que la felicidad deje de
estar viva y se convierta de una vez por todas en una triste palabra.
Después la escribiré con mi lapicera de pluma cucharita, en la
escuela, sentada en el pupitre de madera, cuando mamá no esté, cuando
el patio se deforme y pierda sus contornos y la escalera se olvide del
vaivén de polleras, deslizamientos, pasos y de la engullida felicidad.
http://www.muchosdiasfelices.com/participantes.php?id=851
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Publicado en "El litoral de Santa Fe" 4 de julio de 1998- Fragmento de la novela
que más tarde se publicaría con el título de "El camino de los viajeros"
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Publicado en "El litoral de Santa Fe" 4 de julio de 1998- Fragmento de la novela
que más tarde se publicaría con el título de "El camino de los viajeros"
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de "La escalera en el patio gris"- Integra el grupo de textos titulado "Las pálidas matronas"
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De "Diario de la muerte de mi abuela"
Fragmento |
1.
Mi abuela se ha convertido en un
pájaro. Esto sucedió hace un instante. Aunque supongo que todo empezó antes, poco a poco,
disimuladamente en un sitio oculto de ella misma. Lo cierto es que una tarde me encontré llamándola
“pajarita” y así la empecé a llamarla desde entonces. El nuevo nombre le queda
perfecto, ha adelgazado, su nariz luce
más afilada, sus ojos transparentes y ese aire continuo de estar lista para
desprenderse de la tierra de un instante a otro.
Sé que detrás del nombre “pajarita” está la
idea de la muerte y que entre mi abuela y yo sólo existe la idea de la muerte y
más aún, que siempre, desde el principio es lo único que había existido entre
ella y yo: la idea de la muerte. Haberle encontrado un
nuevo nombre a mi abuela significaba tan sólo que de una buena vez he logrado que las cosas estén por fin en su sitio.
7.
Desnudeces. Mi abuela y yo seguimos
hablando de desnudeces. Sucedió en la tarde de ayer. En la televisión unas
cuantas coristas y unos strippers se contorsionaban. Algunas llevaban
los senos al aire y en los hombres se adivinaba el bulto exagerado de su
miembro. Pero mi abuela quería hablar de su desnudez que, según sus propias
palabras, ha sido un acontecimiento imposible.
Su desnudez: una victoria frente a su virginidad perdida. La defendió a
rajatabla para acrecentar el misterio femenino hasta llegar a extremos absurdos
ante un médico joven y aburrido de ver pubis y tetas de viejas. Y ahora la palabra desnudez sonaba tan
exquisita en su boca con dientes postizos.
Parecía que hablaba de otra clase de desnudez, porque la desnudez del
cuerpo no puede en tiempos como los que corren ser motivo de tantas
extravagancias, cuidados y recriminaciones. Desde el primer capítulo de la Biblia, la
desnudez es un acontecimiento aterrador aunque esté inmerso en el Paraíso,
tanto es así que hubo que disimularla con el agregado de una hoja de parra. Mi
abuela me hace reflexionar sobre el acontecimiento de pronunciar una palabra
con semejante alcurnia. Ella dice “desnuda” y yo pienso en mi madre muerta, en
la muñeca aquella a la que le comí los dedos, en los desaparecidos de la
dictadura militar, en un cuerpo sorprendido que flota o huye en un sueño, en
Marilyn Monroe llamando por teléfono con un frasco lleno de píldoras en la mano, en una muchacha que da a
luz sobre piedras mojadas o en un colchón de hojas secas, en una estatua de
mármol con el brazo perdido sumergida en un mar muy lejos de la orilla. Desnuda
es la palabra que dice “desnuda” y ninguna otra cosa más. Desnuda, la Tierra
entera después del estallido de la bomba atómica. Cuando mi abuela volvió a decir “desnuda” mi
corazón se convulsionó y, de golpe, la desnudez surgió para mí en un penoso intento de borrar la línea que separa el adentro del afuera. Deslavar la
memoria del trajinar de los tiempos, quitarse lo que envejece más rápido que
esos músculos y esas untuosidades. Romper el pacto que hicimos al entrar en el
mundo, ir hacia atrás sin perder completamente las nociones, dejarse arrastrar
por el movimiento inverso de las galaxias. Correr, correr. Correr
desesperadamente, alguien detrás, algo adelante y el aire a los costados para
que los brazos, también desnudos, ayuden a batir ese aire siempre nuevo. Alas,
los brazos desnudos. Desnuda yo con cinco años en verano entre las sábanas y
mis padres en la habitación de al lado. Aire suelto, pensamientos
deshilvanados. Desnuda: en el mundo todo fue acomodado para nacer y morir,
antes y después la vida de cada día y sus rudimentos. Desnuda: una mano sobre
la transparencia de lo que hoy está sobre la faz de lo que es y que mañana no
será nada. Nada la desnudez y todo
brilla del otro lado de los asuntos. El cuerpo desnudo invita al alma a
aparecer también desnuda, porque cuando
una ya no tiene nada que sacarse, todo entra en un orden desprolijo y
verdadero. Mi abuela dijo “desnuda” y me dio pena que esa palabra se tambaleara
entre su paladar y por los resquicios de su dentadura postiza que navega un
poco hacia aquí y otro poco hacia allá, sobre el vaivén de las conversaciones y del
masticar esforzado. Entonces toda la desnudez del mundo se cayó en su boca y se
precipitó hacia adentro y fue deglutida para pulverizarse sin pena ni gloria; y
el silencio fue de plomo y golpeó en la boca de mi estómago. Todo se detuvo y mi abuela me miró con rencor
o yo creí que así me miraba. La conversación estaba deshecha y aparecieron los
achaques, el dolor de reuma, la presión arterial. La desnudez había calado
hondo y traspasado la superficie de un cuerpo ahora devastado. La desnudez, de
tan honda que ha sido desde el principio, terminó husmeando en las
interioridades. Y allí estábamos las dos, a medio camino entre el adentro y el
afuera. Una anécdota nos rescató. Fue la del hombre araña, que siguiendo las
presunciones de mi abuela, podía aparecerse en cualquier momento, entrar por la
ventana y violarla a ella, como violó a esa mujer que vivía sola en un barrio
de esta ciudad tan parecido al suyo,
según dicen en el diario y en el noticiero de la televisión.
-Abuela, eso no es tan fácil.
-Abuela, eso no es tan fácil.
-Ah, decís eso porque no se trata de
vos...
-Pero el hombre araña no va a venir justo
acá.
-¡Claro!- se ofuscó mi abuela- decilo
así, total a vos no te pasa.
Para calmar los ánimos hice un chiste:
-Bueno, entonces, estate preparada y no
duermas desnuda.
No bien terminé de decir la frase me
arrepentí. Ella, como era de esperarse, dijo muy explicativa y con bastante
terquedad:
-Ya te dije que yo jamás estoy desnuda. ¿O acaso de qué hemos estado hablando?
14.
Es
notable la manera en que mi abuela combina olvido y memoria. Ella va y viene
con la levedad de su cuerpo y su pequeña mente de lo que no está, de lo que se
borró, de esa gran ciénaga donde su mano se hunde, va y viene desde allí y se sumerge
en esas orillas claras donde las cosas
relucen y encuentran una secuencia fina, prolija, invulnerable. Los hechos son
los hechos y nunca cambian en ese margen que ella pule interminablemente
volviendo a él, recorriéndolo con plenitud. El pasado es demasiado perfecto y
demasiado igual a sí mismo como para formar parte de la vida. Con cada
repetición voy sospechando que la vida se congela a sus espaldas, las espaldas
encorvadas de mi abuela son la curva
final del Universo que hacen girar sus palabras hacia atrás y hacia
delante. La escucho con atención aunque ya sé lo que va a decir y el saberlo me
llena de inquietud. Su relato, por lo
predecible, se me vuelve espeluznante. ¿Cómo es posible que el tiempo no lo
alcance a cambiar? Hasta los tonos y las inflexiones de su voz son idénticas a las de ayer. La voz de mi
abuela tiene un espejo que es su propio eco. Y ese eco es una campana que atrae
el sonido de mi propia voz.
23.
En el departamento de
mi abuela hay cuatro relojes y todos dan horas distintas. El de la cocina
atrasa eternamente. Al del comedor le falta una aguja y, además, no funciona,
es a cuerda. Según mi abuela, su origen es suizo. El del dormitorio, al parecer, es el único que anda bien. Mi
abuela asegura que lo pone con el horario que dan en la televisión. Hay un
cuarto reloj sobre una repisa, es de color amarillo antiguo y se obstina en adelantarse, por más que se lo
vigile y se les muevan las perillas de
atrás, siempre adelanta. Y lo gracioso es que encima sus números están
borroneados. Tengo ganas de regalarle a mi abuela un libro sobre Feng Shui que
le explique la importancia de ciertos detalles en una casa. Un reloj detenido
es un signo del no fluir de la energía. Mi abuela cumple al pie de la letra con lo que no se
debe hacer para que el tiempo fluya
convenientemente. En el caso de mi abuela esto da que pensar. Ella no se pone
de acuerdo con el tiempo. Creo que el fondo mi abuela no se ha puesto de
acuerdo en si quiere vivir o terminar con estos asuntos de poner en hora
relojes que se revelan contra la voluntad humana.
26.
Hace unas semanas mi abuela se arrastraba con
mucha dificultad, lo hacía en la forma en que lo hace comúnmente: empujando la
silla para no perder equilibrio. De pronto, después de ese gran esfuerzo, me
mira con picardía y me dice:
-No te vuelvas vieja. No te vuelvas
vieja. No te vuelvas vieja.
Luego
entró en el baño y cerró la puerta.
31.
Hace unas semanas mi abuela se arrastraba con mucha
dificultad, lo hacía en la forma en que lo hace comúnmente: empujando la silla
para no perder equilibrio. De pronto, después de ese gran esfuerzo, me mira con
picardía y me dice -No te
vuelvas vieja. No te vuelvas vieja. No te vuelvas vieja. Luego entró en el baño y cerró la puerta.
33.
Dejo en mi casa
a mis dos gatos solos para ir a cuidar a mi abuela. Uno de los gatos está
continuamente lastimado. Se pelean entre ellos y el pobre pierde siempre la
partida. Mi abuela también está lastimada; no bien llego se levanta el camisón
y me muestra. Debajo de uno de sus senos tiene una gruesa línea roja. Le coloco
con suavidad la pomada y ella me mira. Me mira y me dice.
-¿Viste?
Tengo dos tetas distintas. Una más chica que la otra. Es por culpa de tu
abuelo. Se ve que le quedaba más cómodo sobarme ésta. Y se me achicó de tanto
ser sobada Mi abuelo murió
hace muchos años y es raro que ella vuelva con un relato así. Lo que abuela no
quiere decir es que bajo su seno se acurrucan sus hijos muertos.
Ahora se baja
el camisón.
-¿Te duele?-
le pregunto.
Me contesta que no. Que
no. Y apaga la luz.
Integra el libro "Una luz que encandila"
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PUBLICACIONES DEL DIARIO "Clarín" a cargo de Liliana Lukin
Ciudad de Buenos Aires, diciembre 2000-
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