BON GIORNO RAGAZZE
   Nada podía leerse en sus ojos de un color marrón muy fuerte; sin embargo estoy segura de que en el fondo no había en ella ninguna fortaleza. Se llamaba Adoratrice y era italiana y lánguida, tan pero tan lánguida que sus palabras parecían partirse y partirse y partirse antes de llegar a nosotras.
   -Bon giorno, ragazze, come va?- su voz se hacía hilachas en el aire.
Nosotras, que estábamos vestidas de un azul muy azul, la saludábamos bajando el tono hasta el nivel insospechado del murmullo, no fuera cuestión de que nuestras palabras rebotaran en aquellos ojos sin historia. ¿O es que acaso era ella la que temía que el sonido de su voz pudiera herirnos? Poverina suore Adoratrice. Su voz era una voz de mica. La menor frase imprudente, que alguien fuera capaz de decir, la mataría, seguro, de un susto, Sin duda estaba hecha de astillas su voz. Adoratrice era pálida, de  ojos amplios y le quedaba tan grande el hábito que no se le veían los pies ni las palmas de las manos. Y, para mal de males, pretendía enseñarnos física. Yo, que comúnmente me sentada en el último banco, entre la pared trasera y un horizonte de cabezas con moños azules, la divisaba allí adelante, negro sobre negro, y escuchaba su voz escuálida. Pobre Adoratrice, cuando  pronunciaba palabras consistente como “polea” o “dínamo” nadie podía sacarme de la cabeza que, en el momento menos pensado, el mundo iba a desbaratarse bajo nuestros pies.  
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ELLAS TENÍAN SUS CABEZAS ALBOROTADAS

 
Todas la mujeres de mi familia tuvieron el cutis blanco, muy pálido, las uñas comidas y un tapado de invierno comprado en la liquidación del año anterior. Algunas llegaron hasta sexto grado ensanchando un único guardapolvo con sus iniciales bordadas sobre el pecho y los puños gastados, que terminó acartonándose por el exceso de almidón. De ellas quedan fotos y chimentos , alguna que otra frase suelta acuñada en sobremesas de domingo y carpetitas tejidas al croché y manualidades y unos cuantos cuadernos con versos rimados. Todas ellas ahora se asoman al abismo, comparecen ante el gran agujero de este patio que se columpia en el aire, por eso sus cabezas cuelgan del aire sobre la cima de la pared medianera y veo sus melenas teñidas, sus hebillitas de carey, los reflejos dorados de bucles antiquísimos; son cabezas acostumbradas a aquellas tijeras de enrular, vueltas de repente al infrarrojo o aquellos ruleros que parecían cortinas metálicas antimosquitos que alguien había retorcido de mala gana, cabezas que se acostumbraron también a las permanentes o a los estiramientos, a un matizador que les cubría las canas de azul, a que el viento de las terrazas a la hora de destender la ropa las alborotada, a permanecer entre el calor de la cocina y el gris transparente del fogón fregado año tras año, mientras la luz y los murmullos atravesaban las cortinas de voile año tras año. Y los años se van, dicen las cabezas que se asoman detrás de la pared medianera y se alzan dos cejas y una sola mano se apoya sobre una mejilla. Sí, los años se fueron para dejarnos esos  abalorios que comúnmente saca a relucir el tiempo una vez que se ha ido. El tiempo ese otra gran patio, ese abismo.

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AGUA JABONOSA

Las señoras vecinas de la cuadra de mi casa se dedican, todos los santos días del año, a baldear sus veredas. Entonces todos los santos días los cordones de la calle se inundan y corre el agua jabonosa llena de pompas, burbujas con colores tornasolados, efervescencias, espuma de mar. Después las señoras se juntan en la esquina, escoba en mano y, con voces muy altas y hablando todas al mismo tiempo, se dan la razón una a otras para convencerse, de una vez y para siempre, de que el mundo, desde su más remotos comienzos, ha sido como ellas se lo han figurado; ni más ni menos. Mientras tanto el agua jabonosa se resbala por las grietas del empedrado y hay nubes por el cielo y un aire transparente, transparente.
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OTRA VEZ LA POLLERA DE MAMÁ

El ancho ruedo de la pollera de mamá se eleva, se eleva en un vuelo sorprendente. Y elevándose pajarea como palabras. Plena, se alza, la alta pollera de mamá del otro lado de la historia, en la orilla de la ventana donde la ojerosa muerte se desnuda. Con la corriente del aire se alza plena la pollera de mamá, mostrando males menores entre sus piernas, vuela, pajarea.